Tardes
de madres
en Buenos Aires
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"Estamos sujetos a una eterna incertidumbre que nos presenta
sucesivamente bienes y males que siempre se nos escapan"
La Rochefoucauld
"Todos
vivimos lejanos y anónimos; disfrazados, sufrimos desconocidos.
A algunos, sin embargo, esta distancia entre uno y sí
mismo jamás se les revela; para otros, ella es de vez
en cuando iluminada, ya sea por el horror o la pena, por un
relámpago sin límites; y hay otros todavía
para quienes ésa es la dolorosa constante y cotidianidad
de la vida"
Fernando Pessoa
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Casi
siempre la mujer llegaba a eso de las tres de la tarde y se sentaba
a la misma mesa y pedía lo mismo de siempre: un café
cortado, una medialuna y encendía un cigarrillo negro. El
bar era uno de esos bares del barrio de Monserrat en Buenos Aires,
no tenía ningún detalle agradable para recordar: mesas
con tapa de fórmica, sillas tapizadas en plástico,
plantas artificiales. Había olor a cigarrillo y a encierro.
Lo único bueno era la luz natural que hacía del bar
un lugar agradable para la espera. El mozo era un hombre al que
le gustaba observar mucho los gestos de las personas. Así,
sabía por ejemplo, que esta mujer que había llegado
ahora , además de escribir en una libreta durante horas enteras,
mientras esperaba al hijo que estaba en el jardín de infantes
ubicado al otro lado de la calle, también dibujaba. A veces
la mujer venía con una carpeta llena de dibujos que desordenaba
en la mesa y mientras los iba acomodando sonreía, callada.
Otras veces anotaba cosas en una libreta grande, con espiral. Al
mozo le hubiera gustado leer lo que la mujer escribía, pero
no era posible. Cada vez que él intentaba una conversación
ella respondía con monosílabos. Sólo una vez
el mozo pudo escuchar la historia que esta mujer de pelo oscuro
como una noche sin estrellas, ojos verdes y brillantes como plantas
después de la lluvia y la piel con arrugas prematuras, casi
seca, le contaba a otra mujer que también esperaba a que
su hijo saliera del jardín de infantes. Entonces el mozo
había escuchado la historia: Una vez casi mato a un hombre
¿sabés?, había dicho ella. La otra mujer la
miraba callada, con los ojos bien abiertos, sólo había
atinado a preguntar ¿por qué? Mi padre era diplomático,
dijo la mujer, viajábamos mucho, por todo el mundo. Hasta
vivimos en China. Cuando mi viejo murió, a mi vieja le dio
por hacer entrar gente rara a mi casa: eran los años setenta
y vivíamos en una quinta en la provincia de Buenos Aires,
era una quinta preciosa, llena de árboles frutales, había
castaños, ciruelos, teníamos caballos. Mi hermana
y yo andábamos a caballo. La otra mujer la miraba fijo, atenta
a la historia. La casa se había llenado de gente rara, había
gente muy bohemia, pero sobre todo, rara. Yo tenía quince
años y eso no me gustaba, dijo la mujer, entonces llegué
un día y encontré en mi habitación a esta gente,
estaban por toda la casa, de fiesta, escuchando música a
todo lo que da, tomando alcohol, fumando, bailando y les dije: váyanse,
váyanse todos de aquí, de mi cuarto. Entonces una
mujer me contestó: andate vos si querés, nosotros
nos quedamos. La otra mujer no decía nada, se mantenía
en silencio, el mozo escuchaba con atención. Entonces tomé
una escopeta que estaba colgada sobre la chimenea, fui directamente
a mi habitación y les apunté. La escopeta estaba cargada.
Váyanse de aquí o los mato, dije. Entonces llamaron
a la policía. ¿Qué pasó? Dijo la otra
mujer presintiendo la respuesta. Desde el bar se veía el
frente de la casa donde funcionaba el jardín de infantes
pero hasta ahí no llegaban los gritos de los niños,
las risas, el llanto infantil. Entonces la mujer continuó.
La policía vino y me llevó en el patrullero a la comisaría.
¿Pero mataste a alguien? Preguntó la otra mujer. La
mujer de la historia se quedó callada. Terminó de
tomar el café ya frío y aplastó en el cenicero
de vidrio el cigarrillo que había empezado un rato antes.
La otra mujer miró a la mujer que contaba la historia. Pero
la mujer ya había cambiado de tema como si no hubiera contado
nada especial y rápidamente abría una carpeta de la
que extraía dibujos como si se tratara de una caja mágica.
Después de lo que pasó empecé a pintar, dijo
la mujer, sin aclarar nada. Eran dibujos precisos de restos fósiles,
hallazgos arqueológicos, rostros de aborígenes. También
había dibujos como ilustraciones de cuentos infantiles de
colores brillantes, rojos, azules, amarillos, verdes. La mujer explicó
que era ilustradora, trabajaba para algunas editoriales. La mujer
de la historia sacó entonces de la carpeta un dibujo, era
la cara de Jesús, dibujada por ella. Jesús tenía
un rostro bellísimo y una corona de espinas. La otra mujer
detuvo la mirada en los ojos del retrato. Eran los mismos ojos de
la mujer de la historia, de color verde, con el mismo brillo en
la mirada. Le hiciste tus ojos, dijo la otra mujer. Sí, dijo
la mujer de la historia. Es para una editorial dijo, trabajo para
una editorial que edita libros de religión y ésta
va a ser la tapa. Es una copia láser, dijo, y le regaló
el dibujo a la otra mujer. La otra mujer continuaba pensando en
la historia de la escopeta, se preguntaba si realmente la mujer
que tenía enfrente habría matado a alguien. ¿Qué
te pasa? Preguntó la mujer de la historia, ¿te quedaste
pensando en lo que te conté? Sí, dijo la otra mujer.
Ya pasó, dijo la mujer de la historia. Casi no me acuerdo,
en realidad no quiero ni acordarme. Me acuerdo algunos días,
como hoy, como ahora. Ya pasó, nunca tuve suerte ¿sabés?
Nunca me casé. Mejor dicho, sí, hice una pareja y
tuve a mi hijo, lo único bueno, lo mejor de todo. Y por eso
sigo viviendo y luchando todos los días. No tengo un mango,
solamente para comer y pagar el alquiler de esa pocilga donde vivimos
ahora, ya vas a venir, si vos querés, te voy a invitar. Ni
siquiera tengo teléfono, dijo la mujer, pero me podés
llamar al teléfono del restaurant del frente. Mi casa está
al fondo. Preguntás por mi y me llaman. El nene y yo nos
arreglamos. Pago el alquiler, el jardín y nos queda lo justo
para comer y viajar. Mi pareja no quería trabajar sino era
como gerente general de una empresa. Me cansé de conseguirle
trabajos y que los dejara. Lo eché a patadas de casa. Me
quedé sola con mi hijo. Antes de tenerlo a él salí
con todos los hombres del zodíaco, dijo en tono de confesión,
pero no me sirvió de nada. Ahora no salgo nunca, trabajo
solamente y me dedico al nene. Las dos mujeres intercambiaron miradas
cómplices. La otra mujer sonrió. Seguramente pensó
en qué clase de personaje tenía delante, también
pensó que la historia podía ser una mentira, como
tantas. O que la historia podía ser cierta. El mozo se acercó
a la mesa, había escuchado la historia y pensó, igual
que la otra mujer en que la historia podía ser cierta. O
tal vez una mentira, levantó las tazas de café, reemplazó
el cenicero con una colilla por uno limpio y pasó un trapo
húmedo por la mesa. Después se retiró hacia
la barra, dejó la bandeja con las tazas sucias ahí
y se quedó mirando a las dos mujeres, cómo conversaban.
Ahora hablaban de los hijos, contaban anécdotas. La cara
les había cambiado y estaban más sonrientes. Parecían
haber olvidado la tragedia de sus vidas, o el recuerdo de sus tragedias.
Parecían otras mujeres, distintas a las de hacía un
rato. Pero no las miró por mucho tiempo más, enseguida
se incorporaron y salieron, cruzaron la calle, las puertas del jardín
ya se habían abierto, una maestra en la puerta iba entregando
los niños a sus madres. Los niños salían sonriendo,
algunos con la cara sucia, otros protestaban, casi todos tenían
una carita feliz.
©
Araceli
Otamendi
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