“...sé que permanecerá para siempre un humo, una sombra dolorosa que me nubla el pasado...”
José Cardoso Pires: “Lisboa libro de abordo”
uchos me han preguntado sobre aquella última primavera que viví en Lisboa, sobre lo que luego tanto me atormentó, a quién conocí y en qué gastaba el tiempo, si intimé con alguna portuguesa o si trabé amistades fuera de lo estrictamente rutinario. Suelo callar pero hoy he contestado que sí, y que todo sucedió en los estancos, que si alguna afinidad tuve con alguien fue allí, lo bueno y lo malo, lo hermoso y lo ruin de aquel tiempo lo viví allí, en ningún bar ni café, solo en aquella calima enmohecida de tabaco. Lo exprimí todo de una sola calada, en lo que se demora en buscar un paquete de tabaco o en encontrar un sello de sesenta escudos en el cajón de los timbres.
En el Chiado mi primer estanco fue el que tenía el número de expendeduría ochenta y cuatro, Amadora se llamaba, muy cerca de casa, en la rúa Garret esquina con la del Sacramento. Estaba la tienducha escondida bajo uno de los edificios que sobrevivió al incendio del ochenta y ocho. Era una finca enferma, un árbol al que ha herido un rayo y aguanta como un puro decorado, alcanzaba aquella negrura también a sus sótanos comerciales. Antes de entrar por la puerta siempre se iba la vista a sus plantas superiores, oscuras y huecas como una calavera, con los plásticos mugiendo al son del viento cuando zumbaba del Monsanto, crujían las largas lonas de plástico azul, se hinchaban como los carrillos de un santón, orzaban y se abrían como un velero dejando ver una ruina de tablas, andamios y sacos de cemento.
Porque no se había marchado el humo de aquel agosto del ochenta y ocho seguía allí, era el patrón de aquella ratonera, y ya sin entrar en el estanco te sacudía en la calle el olor a hollín y derrumbe. Había luego un pasillo alargado que compartía con una cabinucha de lotería del Estado y solo al final topabas con un mostrador de haya negra, Ricardo se llamaba el dueño, se quebraba aquel nombre en la garganta de ella cada vez que surgía cualquier problema. Ricardo era alto y moreno, con la raya al lado, mirada huidiza pero no dañina, daba el aire de cierto jugador de fútbol que nunca llegué a recordar, quizá la estancia prolongada junto a su compañera le había avinagrado el ánimo por que en ella si que adiviné un rictus soberbio y terrible.
Su compañera era bajita y nerviosa, con la raya de los ojos pintada y un tinte tan claro que casi se tornaba blanco. Mientras me atendía solía contemplar con la mirada baja el escorpión que pendía de su brazo desnudo. El tatuaje era irregular y se le empezaba a falsear la tinta, como en las punzadas carcelarias aquel escorpión perdía su contorno, era translúcido, se estiraba como hubiera levantado el aguijón cuando se subía a una escalera de dos tramos para alcanzar mi paquete de Fortuna. Resoplaba, ojos claros y pendientes, venas azules y rojas en el centro de su brazo , como aquellos modelos anatómicos a piezas, el hombre por dentro, con los músculos hinchados apretándose en un cuajarón, nunca tuve uno pero sí jugué con el de prestado, brillaba el plástico como un ovillo de sangre, sin pene, ni pechos, nada que pudiera envilecer un peinado al que le faltaba el sombrero, tan negro como el de Pessoa o Almada Negreiros, un borrón de noche sobre su tórax cargado de centurión romano.
Solía atenderme ella. Nunca me daba en mano el cambio si no que lo dejaba caer en un cuenco de vidrio según las normas más higienistas. Golpeaban fuerte los escudos en el cristal, sonaban a futbolín de barrio, las monedas nunca salían y yo arañaba el cuenco tratando de rescatar las más pequeñas de una vejiga que formaba el vidrio. A la segunda semana ya me daba el cambio en la mano. Debía ser el único que pedía aquella marca y aunque le molestaba especialmente alargarse a cogerlo no me negaba una sonrisa. Mi tabaco estaba en el filo del penúltimo estante y allí no alcanzaba, a veces lo cogía de un salto y caían varios paquetes y entonces era cuando llamaba a Ricardo, y el tipo del flequillo acudía, y ella le instaba de malos modos para que le alcanzara el penúltimo cartón, que porqué lo había dejado allí.
—Ciento noventa escudos...— trataba de hablarme el hombre con un español neutro aunque rugieran sus nasales como si me fuera a lanzar un salivazo. Para mi sorpresa ella me observaba fija, sin cambiar la sonrisa primera, tenía los brazos cruzados y el pecho levantado sobre ellos.
Al poco tuve que cambiar de estanco; el tipo había cazado alguna mirada al tatuaje o a las anchas caderas de su compañera y comenzó a incomodarme con miradas delictivas. El tipo avinagrado de los primeros días aparecía ahora como un celoso fanático, sus ojos se tornaron más vivos, torvos y feroces, y ella a dos pasos parecía regodearse con el daño infligido. Imaginaba sus palabras cuando yo salía, ¿no puedes moverte con más descaro?, siempre estás tratando de provocar a la gente, y ella que volvía a reír, se giraba del lado del escorpión como si quisiera atacarle con su pinza borrosa, debe ser que todavía queda algo que mirar, él tampoco está mal, es joven y bien plantado, debe saber lo que quiere una mujer, y los ojos oscuros de él se tiznaban más y se desprendía un cerco de sangre en su pupila, ¿con cuántos te has acostado ya?, eres una embustera, ¿sigues yendo a ese bar?, y apretaba los dedos en el borde del mostrador de madera como si lo quisiera pellizcar o hacerlo estallar en virutas, ¿sigues viéndote con Carlos Antas?
Al día siguiente el tipo me plantó el paquete en la mesa antes de que se lo hubiera pedido.
— A este le invito yo, amigo, pero no se acerque más por aquí...
Recogí el paquete cohibido. Su mirada era directa, cercada de sombras. Retrocedí hacia la puerta, le temblaba el agua en los ojos, hinchados de cólera, prestos a cualquier gesto mío.
—Hay otro estanco aquí cerca, en Nova da Trindade, frente al metro. Allí le atenderán mejor...
No comenté nada en casa; en el año más loco de mi vida vivía con Anna Lindt en un destartalado ático de la rúa da Trindade, un medio voladillo que daba a la calle do Carmo y que el fuego no alcanzó de milagro. Fue un tiempo muy breve en aquel barrio, quizá dos o tres meses, todo lo que se alargó lo nuestro. Solía levantarme tarde pero los días que no lo hacía paseaba hasta el Mirador. En aquella hora temprana relucía la ciudad mojada como una criatura nueva, como un recién nacido que se acabara de desprender de su placenta. A mi espalda el Chiado del que todavía brotaba un hálito de humo, a escombro, un bostezo vago como el que deja en la boca el primer café de la mañana. Luego con el pasar de los coches y autobuses aquel espectro desaparecía, retornaba aquel fuelle al estómago fétido de las ruinas.
Tenues como sus imágenes es la memoria que tengo de aquel tiempo de desorden, dormía poco y vivía al día, mi cabeza era una pajarera tan revuelta como la habitación que compartía con ella... con Anna, guardo un buen recuerdo de ella, en el amor y en el odio tan excesiva, la criatura más hermosa y dejada que he conocido. Nunca tuve muy claro porqué fui a parar allí, ya conocía su forma de vida, quizá acudí porque sólo sonreía al hacer el amor y lo descubrí ya la primera vez y desde entonces lo hacíamos todas las noches. Tenía ojos de niña traviesa y yo buscaba siempre una luz tenue para topar con un reflejo de miel, aquel brillo que se licuaba en azul turquesa cada vez que la penetraba. En el tiempo aquel nunca preguntó ni exigió nada y me dio todo lo que necesitaba, un apoyo, un asidero de naufrago en aquel mar de indolencia.
La otra habitación del apartamento la ocupaba Horst, un amigo suyo de Goteborg, con quien a menudo compartíamos nuestras salidas. No había descanso, solíamos volver al piso de madrugada, cuando todo cerraba, borrachos la mayor parte de las veces, entrábamos a trompicones, empujándonos unos a otros para poder subir la escalera. Luego hacíamos el amor rodeados de su ropa sucia, de sus botes y pinceles resecos, de los restos de acuarelas que habían quedado en el suelo. No se limpiaba, se recogían las cosas cuando estorbaban y nadie se atrevió nunca a comer allí. Pronto me acomodé a aquel desarreglo aunque no me gustaba quedarme en el piso cuando Anna se iba a la Universidad.
Horst siempre estaba con un novio portugués que trabajaba en una discoteca de las Docas. No me gustaba Horst, había que estar siempre pendiente de sus cambios de humor, paseaba siempre con el pecho al descubierto, moreno y hermoso, con un pene en la espalda que se había tatuado en una noche de borrachera. Era un dibujo grande y grosero, con unas letras góticas abajo, P.I.L.A [1], por si quedaba alguna duda. Fui un par de veces con él y António, el portero, a la playa de Caparica. Me repelía aquella pareja, cuando hacían un aparte al quitarse la arena, en las duchas de la playa, entonces hablaban y me devoraban de lejos con miradas lesivas. Vendían grifa y pastillas por las Docas y los bares de Ribeiro Santos, almorzaban tarde y ocupaban con sus pies descalzos la mesa que había frente a la televisión. Acabó repugnándome su presencia, la evitaba y prefería dormir o vagabundear por las calles del centro hasta que Anna volvía, nunca antes de las tres.
Y hablo de ellos, de Horst y su novio, de los estanqueros, la mayoría gente sin peso en mi vida porque son los pocos que conocí en Lisboa, en aquel delirio, en los meses que viví atorado por un combinado de alcohol y lujuria. Sólo por las mañanas, sin Anna, me sentía libre como un animal vagabundo; no tenía más horarios que los que quisiera imponerme aunque al mediodía me gustaba coger el tranvía de Cais do Sodré para fumarme un par de pitillos frente a la Torre de Belem. Bajaba en la misma parada que cualquier turista y acababa mirando a alguna extranjera en la pastelaria de Belem, a los viejos que jugaban una partida en el bar de Paço d´Arcos, frente a un instituto, donde solía tomar una bica.
Tras lo ocurrido en el Amadora, había probado suerte con otros estancos más cercanos pero me decanté por uno que parecía el más tranquilo, en la rúa das Gaveas. Había hasta allí un breve paseo, muy amable, atravesaba el centro del Chiado, pasaba por la rúa Garret y el café Brasileira, seguía por la plaza Luis de Camões hasta acabar en aquella tabacaría Graça, expenduría número treinta y siete. Era un comercio menos inquietante que el estanco Amadora, con una cristalera muy limpia y un mostrador de madera antigua, repleto de cartuchos y grisallas. Lo regentaba un hombre de mediana edad con su hija, los dos con unos bonitos ojos escondidos tras unas gafas de vista cansada. Pronto ella despertó mi atención, estaba un poco escurrida y tenía los dientes montados, debió ser buena estudiante y guardaba el aspecto voluble de los que apenas salen de casa. Nos cruzábamos miradas furtivas y en ellas a menudo se interponían las de la abuela que ocupaba uno de los rincones del mostrador, aferrada a un bastón, observándolo todo desde su silla de anea. Las primeras semanas pensé que era la abuela pero luego supe que en verdad era la propietaria del comercio y ninguna relación familiar le unía con el padre y la hija.
—Salimos ya, dona Adelaida.
Le decía la chica a la anciana, y esta sonreía, parecía contenta dona Adelaida, nunca se imaginó que iba a vivir una vejez así, tan bien cuidada, tal vez el padre y la hija también necesitaban aquella figura, tratarla como una madre, como su abuela, quizá para justificaban así su presencia allí no como meros arrendatarios, pero aquello hubiera sido pensar mal y nada incitaba a ello. El padre y la hija parecían dos seres bondadosos, la chica que luego supe que se llamaba Felícia, cogía el brazo lacio de la anciana con cuidado, como si condujera un juego de tazas muy sensible, el pasito muy quedo mientras la sacaba a la calle. Yo me apartaba y el padre y yo seguíamos escena con un extraño respeto. Todos parecían contentos, padre, hija y anciana, nadie se hubiera atrevido a decir que no eran una familia, adaptación al medio, pensé en una de mis más embotadas resacas, el cangrejo ermitaño también se aloja en una cáscara ajena que bien pronto hace suya, adaptación al medio, la vida no es más que eso.
Cierta vez que contemplaba como salían del comercio dona Adelaida y Felícia se dirigió a mí el padre.
— Van a la plaza Camões, siempre pide ir allí...
Y se tocó el hombre con el dedo la sien, como si estuviera aflojando un tornillo. Cosas de viejos, dijo entonces, sonreía todavía y su rostro dormía tan apacible como siempre. Lo miré desconcertado, no me había gustado el detalle. Asentí por cumplir y salí hasta la puerta donde me paré y me encendí el primer fortuna del día. Bajaban la hija y la anciana calle abajo, hacia la plaza, Felícia tenía el gesto atento, sonreía, la cogía más fuerte cuando subían la acera y ella se lo agradecía con un gesto de afecto.
Docenas de veces se repitió aquella escena, salimos ya, dona Adelaida, y la mujer del pelo blanco que siempre decía que sí, y era feliz porque ya llevaba un rato esperando. Pronto supe que me quiso decir el padre con su gesto. Dona Adelaida había perdido un hijo en Angola en tiempos de Caetano y aseguraba que lo había vuelto a ver una tarde, dos años atrás, paseando cerca de la praça Luis de Camões. Por eso volvía allí cada mañana con Felícia. Lo contaba dona Adelaida una y otra vez, iba Filipe con una chica más joven, estaba más moreno y demacrado, lo tuvo que pasar mal allí, a los prisioneros de la UNITA los encerraban en chozas de adobe sin puertas, semanas y semanas, y allí hacían sus necesidades, se dormían unos contra otros, como ganado, y muchos morían por que les picaban los alacranes por la noche o agarraban el dengue o la difteria y se consumían luego durante meses, como una patata olvidada en la esquina de una alacena.
Había sido la vida de dona Adelaida una suma de desapariciones y esperas, de encuentros inesperados más tarde. La segunda mañana que me senté en la praça Camoes ya supe también cómo había perdido a su marido, y digo perdido porque era el verbo que utilizaba siempre dona Adelaida. Nadie moría, las personas se pierden y muchos de ellos vuelven a aparecer al tiempo, no siempre aparece el cuerpo entero, a veces queda una sonrisa, un gesto en el rostro de otro... Por lo visto su marido era pescador y ocurrió el accidente en Ericeira al poco de casarse. Naufragó con todos los tripulantes de un barco que se llamaba Alegría, a principios de los cuarenta, frente a las islas Berlenga, una tarde que también se fueron al agua ocho o nueve botes de Colares y Ribamar.
Lo esperó muchas tardes, hasta preparaba comida para él por si volvía, las cosas que le gustaban, unos carapaus o un buen bacalao a brás , pero no lo volvería a ver hasta mucho más tarde, diez años atrás, a menos de dos calles de allí. Parecía despreocupado, como siempre, con su sombrero calado y la sonrisa un tanto floja, la misma que le había cautivado a ella. Iba en moto, le temblaba el manillar en el pavés de la rúa do Combro y llevaba detrás una chica joven, con una falda estampada blanca y roja. Le sonrió cuando ella cruzaba por un paso de cebra y se sintió feliz, libre de cualquier apuro.
Felícia cabeceaba con una sonrisa, negaba muy suavemente.
—No es por meterme en nada, dona Adelaida, pero su marido si viviera tendría más de ochenta años, puede que más, era mayor que usted...
Y la anciana se giraba ofendida y se apoyaba más fuerte en el bastón.
— Entonces si volviera el rey don Sebastião también tendría cuatrocientos o quinientos años... Parece mentira... Los jóvenes no entendéis nada, la suerte que tienen los difuntos es que no envejecen, y se persignaba muy rápido, si tienen protección llegan a cambiar de vida... No sabéis de ésto, vosotros solo sabéis divertiros, habéis estudiado mucho pero ni una palabra de limbos y perdidos... de los que se van y de los que se quedan.
Pero no era al marido al que esperaba día tras día en aquel banco de la plaza, era a su hijo Filipe, el que había perdido en Angola, estaba vivo todavía y no era feliz, el día que lo vio tenía el gesto torcido, lo estará pasando mal, en esos países también se cogen enfermedades del alma y señalaba su pecho con los dedos formando una pasa, te quedas sin alma, desaparece el Espíritu Santo y eso tiene mal curar. Estaba allí sentada un par de horas, con Felícia y yo a su lado, embobada, mirando el tráfico y los turistas que subían por la rúa do Alecrim.
— Si tuvieras hijos sabrías lo que se padece por ellos... te hacen sufrir hasta para traerlos al mundo y aquello es sólo el primer aviso.
— El aviso de qué, dona Adelaida.
— De lo que nos tocará padecer con ellos, querida...
Ella callaba; tampoco sabía de hijos.
— Tenemos que volver, dona Adelaida, hoy no va a venir nadie.
Hasta hacía un par de años el estanco se había llamado tabacaria Cabinda, me lo comentó Felícia, por lo visto era el lugar donde había desaparecido su hijo, pero al verlo todo cambió, yo me encendí un cigarrillo y la seguía escuchando, tenía unos ojos bonitos y la piel muy blanca, olía bien, a jabón en el borde del aguamanil, y era limpia como un ajuar, le cambió dona Adelaida el nombre por tabacaría da Graça, porque dice que iban hacia allí cuando los vio, cruzaban la plaza por Horta Seca y bajaban hacia la Baixa pero allí no vive nadie, sólo hay oficinas, así que deberían ir hacia Graça. Parece que cuando lo vio se levantó alborotada y muy temblorosa y los siguió como pudo, por entonces andaba mejor que ahora pero tantas emociones casi le cuestan un disgusto. Los vio desaparecer un poco más abajo, en una bajada, por las escaleras que salen de la rúa de Ivens. Filipe iba discutiendo con la chica, tenía mal aspecto y se quedó muy preocupada, tenía ese color a corteza que tienen los enfermos de hígado o vesícula y sólo le tranquilizó que pudiera vivir allí, en Graça, es un barrio pulcro, con gente honesta y educada, sólo le alborotó verlo tan demacrado.
Descubrió Felícia un lienzo de sonrisa fresca, era hermosa y sus hombros eran claros, olía a nuevo y estaba plantada frente a mí. Me encendí un cigarrillo; hacía calor aquella mañana y ella iba con una blusa ligera y ceñida que marcaba las líneas de su ropa interior. Apuré una calada profunda, como si en ella quisiera también devorar aquel instante, incinerar en aquella pavesa una tacha de deseo, la miré, sus labios relampagueaban saliva, abiertos del color de una fresa que ya ha madurado, era una boca honesta, unos labios que podrían besar unos hijos, como hubiera amartillado mi padre.
— ¿Te gusta el cine? —preguntó.
Afirmé un poco alterado, tiré la colilla hacia atrás, lejos, parecía extinta toda la magia del instante. Me giré a la defensiva.
— Hay una película que me gustaría ver, se llama La carta, es de un director portugués...
Mentí, imposible, trabajaba por las tardes, y levantó la vista inquieta como si rumiara una sombra dolosa en mi evasiva, en la Expo , hago algunos trabajos sueltos, pero entonces si que es posible ir a pasear una mañana, me dijo que había pensado en coger el tren en Cais do Sodré e ir a alguno de esos lugares que para mí solo eran un nombre en el mapa del vagón del cercanías, Oeiras, Estoril, Cascais, me dijo que si tuviéramos un coche podríamos ver un lugar que se llama Boca do Inferno, es precioso como la playa de Guincho y Felícia se apretó un poco, aunque también podríamos ir en taxi, juntaba las manos, sus dedos se extendían hasta casi tocarme. Me miró a los ojos, la frente le brillaba como el alabastro, nunca la había visto tan alegre.
— ¿Qué haremos con dona Adelaida?
Se volvía a reír y le temblaba su pecho romo, pegado como un parche a sus costillas. Por una mañana podrá arreglarse, el miércoles es un buen día, ella seguía muy cerca, su cadera contra la mía. Miré hacia donde estaba la anciana y vi que tenía la atención en otro sitio, lejos en el tiempo. Evité un respingo que Felícia debió notar porque entonces se retiró un poco.
— Podríamos a tomar un café...
— ¿Dónde?
— Ahí enfrente. En este sitio no se puede hablar, todo el mundo está pendiente...
Entonces me indicó con el mentón una pareja de mediana edad que caminaba por el otro extremo de la plaza. Arrastraban un carro de la compra pero seguían de reojo el banco que ocupábamos. Comprendí entonces que la conocían, que estábamos en un lugar que me era ajeno pero que era donde había crecido Felícia, donde su padre tenía el negocio, estaba cerca de la treintena y se le conocían pocos hombres. Verla sentada allí, hablando con un extranjero, era un reclamo y no hay blanco mejor que una res herida... Imaginé a la pareja alejándose, las ruedecillas del carro chirriaban en cada revoque de la acera, seguían hablando, alargarían la charla durante días, no le pega, ¿no es éste uno de los que vive en el piso de los estudiantes?, no es una buena compañía, ¿ya lo sabrá don José?, parece un buscavidas. Seguí pensando en ello cuando entramos en el café, al sentarme en aquella mesa cerca de la ventana, aquella charla seguiría durante años, repleta de prejuicios y temores, yo a ese tipo lo he visto también con una chica rubia, una extranjera, desde que la dejó ese tipo la pobre Felícia va por la calle como una muerta, con la mirada por el suelo, como un fantasma.
—¿Qué quieres tomar?
El rostro de ella frente a mí. Estábamos sentados en unos veladores estrechos, frente a una cristalera que daba a la plaza, los asientos de madera listada imitaban a los del vagón de un tren. Una bica. A la derecha de Felícia estaba dona Adelaida, fija en la ventana, como añorando el banco donde estaba antes, desde allí dominaba toda la plaza, todas las calles y desde este café tenía un ángulo ciego, el de la esquina de Horta Seca con rúa das Flores. Felícia pidió una menta y empezó a pelar a la anciana el plátano que llevaba en el bolso, ¿te parece bien lo del paseo?, el miércoles sería un buen día. Ella tenía la mirada cambiada, seguía acercándole el plátano pero parecía haber perdido cualquier tipo de atención con dona Adelaida. Afirmé, sí, estaba bien, saldríamos temprano para aprovechar el día. Luego callamos largo rato. Hablamos en aquel tiempo menos que aquella primera vez que me senté con ellas. Lo recuerdo bien, ella parecía violentada y daba pequeños respingos en su asiento, como si mi presencia le hiciera incomodarse en su posición. Hablamos de estupideces, de los turistas que llegaban a la ciudad y de las mejores playas sin tener que ir muy lejos.
¿Estás seguro de lo del miércoles?, me lo recordó ya cuando nos íbamos, bajando levemente su cabeza, tenía un rostro hermoso de veras, en sus ojos relampagueaba ahora un ascua nueva y esta calidez parecía contagiarse a toda su piel. Asentí de nuevo, y le dije que no se preocupara, que a las diez estaría allí, que pasaría a buscarla.
Nos despedimos en la esquina de Largo do Chiado y volví muy despacio, con la imagen del Carmo y sus costillas desnudas a lo lejos. Olía a hoguera, como a primera hora, pasé por delante de los almacenes Grandalla, que habían ardido hasta los cimientos. Era mediodía y un torrente de gente ocupaba las calles. Caminaba despacio, buscando en aquellos ojos una mirada amiga, una complicidad filtrada en unos pocos instantes, un faro que me sacara de aquel mar turbulento en el que me había ido metiendo.
No pasé en aquellos días por la tabacaría da Graça; convencí a Anna para que pasáramos el fin de semana fuera de Lisboa, Coimbra era una buena elección, se celebraba allí la Queima das Fitas y estaría la ciudad a rebosar. Llegamos el sábado a primer ahora y nos limitamos a repetir allí el argumento de nuestras correrías por el Barrio Alto; recorrimos la feria hasta que descubrimos un par de carpas llenas de estudiantes donde se servía alcohol de quemar. Bebimos sin freno hasta hacer sangrar nuestro estómago. Hicimos el amor por última vez en un jardincito, apenas separados del tumulto de la feria, tras los contenedores de un chiringuito de comidas.
Pasé el lunes entero durmiendo y el martes por la mañana lo dediqué a beber Pernod en la terraza hasta que llegara Anna. Por la tarde visitamos el bar de una amiga y tras la cena aterrizamos de nuevo en el Barrio Alto, llegábamos con lo justo pero decididos a alargar aquella locura hasta la madrugada, me quemaban las sienes, bebíamos una copa tras otra atizados por un frenesí que no he vuelto a sentir.
Acabamos en una discoteca que cerraba muy tarde, cerca del Portas. Anna se durmió profundamente en un sofá pero yo me fijé en una de las parejas que había en un rincón. Nunca los había visto por allí, ella bajita y muy blanca, con el pelo rojo y los brazos pálidos brotándole de un traje que le estaba demasiado estrecho. Él era mayor, con tufo de oficina, era fácil adivinar que eran amantes, que él tenía prisa porque en casa le esperaba su mujer y sus hijos durmiendo, tal vez tenía todavía la cena puesta en la mesa. Me acerqué con curiosidad a la barra, de cerca se distinguía la marca del anillo de él entre sus dedos morenos. Bailaban dando tumbos y empujones, tan borrachos como nosotros, ella le acercaba la cortina de su pelo planchado a la boca pero él la rechazaba, no estaba para juegos, la apartó al fin contra un rincón menos iluminado y recorrió con prisa aquellas caderas y pechos. Ella estaba sin fuerzas, inánime como un fardo, no abría los ojos, me recordaba en algo aquella escena a la chica del escorpión y a aquel Carlos Antas, perdidos en los bares del Chiado antes de acabar en una pensión, imaginé su carne blanda, casi transparente, envuelta en aquellas manos oscuras y la sola idea me excitó.
Apuré lo rápido que pude el trago pero no pude evitar que se revolviera todo con una imagen mía con Felícia, en su piso, en una callejón oscuro de Arroios. Era el apartamento más triste del mundo, con fotos todavía de aquel novio que la dejó al poco de acabar la carrera, con él posaba en Venecia, frente al Teide, también con su padre y su madre muerta, con dona Adelaida frente al Elevador. Buscó un par de copas en un mueble de cajoneras quebradas y luego en la nevera dos cervezas añejas del Pingo Doce. Ni se abrieron las latas, Felícia y yo en el sofá, ella con los ojos cerrados mientras yo cercaba con mis manos un pecho bajo, en ruina, estropeado por sostenes de mercadillo, saldos de la parte trasera de una furgoneta en la Feria de Ladra, con las cazoletas agrias, deshechas y cocidas por el sudor de su hermana y su madre.
Hicimos el amor pero a ella le dolía, lloraba y murmuraba algo que no llegué a reconocer, quizá que sentía mucho, que me quedara con ella. Me alejé de su abrazo, me compadecí de los grilletes que la habían anclado a una vida extraña por sencilla, como esos tranvías de un sólo carril. Apreté hasta que la vi retorcerse en un tránsito leve, amargo y sensual a la vez, como el desperezo de un gato, su dolor afilado lo envolvía todo, estaba en mis manos y en mi ceño, era una máscara que doblaba mi rostro, el sudario donde descansaba su cuerpo. Descansaríamos unos minutos y volvería a buscar aquella mueca al hacer el amor, una y otra vez, hasta el hartazgo lo haríamos, hasta que pudiera quebrarle el gesto.
Volví con Anna casi a tientas, apoyándonos a cada paso en las paredes, más borrachos que de costumbre. Puse un rato la cabeza en la ducha y me acosté tras apurar una botella de agua. No podía dormir, el alcohol y el tabaco me arrasaban la garganta y la licuaban gañote abajo. Seguía con aquella intuida imagen de Felícia repicando en mis sienes; esperé a que amaneciera con los ojos cerrados, intentando relajar el gesto de mi cara, como si hubiera atrapado al alba un sueño tibio, angélico y flotara suavemente entre vapores. No me movía; esperé a que Anna se duchara y entreabrí los ojos para verla por última vez. Has dado muchas vueltas en la cama, niño, ¿te dolía la cabeza? Sonreí, Anna tenía los párpados hinchados y el frío endurecía sus pechos claros. La echaría de menos algún tiempo, sabía que no demasiado. Dio dos o tres portazos en el armario al buscar la ropa y oí luego como tintineaba su cuchara en la taza. Tomaba un café frío y aguado que guardaba durante días en la cafetera. Se marchó casi insomne hacia la Universidad y la casa quedó en silencio.
Esperé unos minutos, me asomé al comedor y luego comencé a vestirme con prisa. Abrí el armario, tenía más ropa de la que parecía, casi toda sucia pero la pude cargar toda en una vieja bolsa de deporte. Bebí un trago del café que había dejado Anna, no estaban ni Horst ni su novio, agradecí no tener que dar explicaciones... Me acerqué la camisa a la nariz, mi ropa olía a tabaco y alcohol pero sin cambiarme siquiera salí a la calle, era temprano y el cielo prometía un día soleado, caminaba mirando a un lado y a otro, bajaba en dirección al centro con las manos en la cinta de la bolsa.
Aquella última vez que pisé el Chiado olía a brasa y a encierro, a mugre de la noche, al azufre de una cuba con alquitrán que asfaltaba la rúa do Sacramento. Sudaba, andaba rápido en dirección al Rossío pero al pasar frente al estanco Amadora no pude evitar echar un vistazo a su interior. No estaba ella y él tenía el gesto más agrio que nunca. Me dio que pensar pero apenas ralentizé el paso unos segundos. Esquivé la plaza y el Largo do Chiado para evitar cualquier encuentro. Ya en el Rossío compré un billete en el semidirecto y el tiempo de espera lo gasté en tomar tres o cuatro pernod que durmieron un tiempo mi angustia.
Nunca he vuelto a Lisboa, quizá porque allí quedó también mi remordimiento de saqueador, del que ha perpetrado allí su más cruel tropelía. Desde entonces siempre he pensado en mis dos vidas, la que he vivido aquí y la que me dejé en Lisboa, la que pude haber vivido con Felícia... Espero que haya espantado mi recuerdo como se aleja un mal sueño. Tal vez me esperara un tiempo tras el mostrador de la tabacaría Graça, puede que me celebrara en la sombra de algún paseante, en uno de los extranjeros que ocupan los pisos de la rúa Trindade, congelado como una fotografía en el tiempo,
Puede que hayamos hecho muchas veces el amor, yo en el rostro de otro. En su mirada seré todavía aquel joven impío, porque seré joven siempre en su memoria, y dentro de muchos años nos cruzaremos una tarde florida en el Rossío; ella irá cogida de alguna Felícia y yo iré en una moto o de la mano de una joven con una falda de vuelo... Seré entonces el amante pródigo, el amigo perdido que regresa, puede que en aquel yo de ese tiempo sólo quede un gesto del joven de la rua Trindade, una brizna de mirada tal vez. Nos sonreiremos cómplices y ella se sentirá feliz, lo será también por mí, y me convertiré en un recuerdo adoptado, un fantasma sonriente al que vale la pena esperar en un parque, tan real como los de dona Adelaida... como los de tantas otras.[1] En portugués: pene, polla.