l sol es un fluido: lima las aristas del agua; aturde a las gaviotas, que describen parábolas informes o se reúnen, aluviales, en alguna angostura del espacio; maniata a los balandros cabeceantes. Asciende lo azul, espoleado por su vastedad, y se quiebra en el aire, entre espasmos de transparencia, como si lo golpearan las golondrinas o se extraviase en las cavidades de la luz, en las bodegas de lo alto. Huele a mar encalado, a higo, a movimientos que se hincan en la tierra como si quisieran atravesarla, o como si la abrazasen. Huele a neopreno y a esparto, a encina y a crema solar [el factor de protección ha aumentado paralelamente a la psicosis social por el melanoma; ahora es posible encontrar intensidades propias de la lejía: tan altas que casi blanquean; en mi infancia sólo había nivea ], y observo esos olores desprendidos de la claridad sucediéndose en los páramos: son la destilación de una calma airada, de las olas y sus espinas, de las arenas gigantescas del tiempo. Las polillas rebotan en los tabiques. La resina que exudan los pinos, desencajada por el calor, inviste a los troncos de estrías ambarinas. En la terraza, una italiana luce sus tetas de plástico. Se esfuerza por mostrarse natural, pero advierto miradas relampagueantes: su indiferencia es inquisitiva. Como cualquier mujer que se exhiba, no desea una respuesta explícita, sino un asedio tácito, indistinguible del desinterés. Seguimos charlando. Los aerostatos de la dama sólo suscitan una observación displicente por parte de Javier: «Ah, las medusas...» [las medusas sienten predilección por las zonas blandas de los bañistas; en castellano tienen otro nombre, muy preciso (porque el 95% de su cuerpo es agua) y muy poético: «aguamalas». Este verano, en la playa de Williamsburg, una cinta sin horizonte de ocres bulliciosos, vimos muchas: allí son jelly fishes, «peces de gelatina»].
[Pensaba que, en pleno agosto, apenas se podría circular por Cadaqués, pero me equivocaba. El hecho de que sólo una carretera sinuosa, que revuelve el estómago, conduzca al pueblo, entre riscos y aliagas, lo ha preservado del saqueo inmobiliario. Por esa carretera le gustaba conducir a P., mientras S. se la chupaba. Siempre me pareció heroico tanto autocontrol. Hay gente que sólo goza con la inminencia de la muerte. Pero la muerte es siempre inminente].
Luego, la luz se exilia en sí: anida en su oro. Los rayos persiguen sus propias estelas y, cuando las alcanzan, dibujan ópalos sin curvas, círculos sin diámetro, centellas en las que escarba lo oscuro, o en las que vierte sus jugos aciagos. Los quejidos amarillos de los catamaranes se confunden con la refriega insonora de los peces.
Remite el esplendor, acosado por sombras vertiginosas; se aja como una orquídea expuesta al levante; se difunde un conglomerado de fugas y de nácar. Circulan autobuses, que se engastan en las laderas. La sal corroe la penumbra. Los umbrales, de blanco e índigo, gimen de tibieza. Un vino equívoco se derrama por los roquedales. Por fin, se encienden las farolas, que chorrean un fulgor de obsidiana bajo la alpaca soñolienta de la luna.
El recital se va a celebrar detrás de la casa de la familia Dalí en la que se alojó Lorca en 1925 y 1927, frente a la playa del Llané Gran. Corren estrellas delgadas y murmura el mar. En la pizarra undosa de la noche se imprimen las huellas de los focos; también en los ojos, que buscan el sosiego de la página y la frescura de la oscuridad. La sobrina del poeta no oye y apenas puede andar: es la excusa perfecta para el retraso con el que se inicia el acto. De hecho, la bajan en brazos al estrado, como a una flor lisiada. Averiguo después que tiene setenta y seis años, pero aparenta un centenar. Como no oye, empieza a leer su discurso —que ya ha leído por la tarde en el teatro del pueblo— al mismo tiempo que los organizadores anuncian que va a leer su discurso. La hacen callar [a gritos].
Leo el poema «Paisaje de la multitud que orina (nocturno de Battery Place)», de Poeta en Nueva York, ese libro que algunos sedicentes poetas actuales consideran «sobrevalorado» [a Bukowski tampoco le gustaba: prefería, entre otros, a Hamsun, Pound o Céline, que coquetearon, como él, con el fascismo, o que lo apoyaron abiertamente]. He elegido el poema sin meditar, cuando ya había subido al estrado, que revienta de luz. Me ha llamado la atención la referencia a «Battery Place» del subtítulo: un lugar invadido hoy por los turistas, pero genuinamente portuario en 1929: con contenedores, carromatos y estibadores con abdominales de granito. «Se quedaron solos:/ aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas./ Se quedaron solas: esperaban la muerte de un niño en el velero japonés./ Se quedaron solos y solas/ soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,/ con el agudo quitasol que pincha/ al sapo recién aplastado,/ bajo un silencio con mil orejas/ y diminutas bocas de agua/ en los desfiladeros que resisten/ el ataque violento de la luna». [El delirio, cuyo orden son las repeticiones, es otra forma de llamar a las cosas por su nombre; lo incomprensible no es menos exacto que lo común. Cualquiera que visite Nueva York, aunque ni remotamente se imagine el impacto que debió de tener en un muchacho de la vega de Granada hace ochenta años, comprenderá por qué Poeta en Nueva York sólo puede estar escrito así]. Un cincuentón con coleta y traje de payaso lee algo mientras intenta desplazar por el escenario una silla en la que se ha sentado uno de los organizadores; Javier y yo nos apartamos para que no nos cercene un pie. Los más jóvenes son los más arrebatados: sus poemas chisporrotean; su entusiasmo es sulfúrico.
[Me gusta lo que recita Javier. Su contención oculta un deseo cegador. Nos cuenta, después, que los mozos del pueblo apedrearon varias veces al pintor y al poeta por maricones. Las hazañas de la recia muchachada no asoman, en cambio, en las elogiosas evocaciones del Cadaqués protosecular].
[A David le sorprende que sepa quién es Esteban Peicovich, es más, que haya adivinado el título del libro al que se refería, antes de decirlo. En Poemas plagiados, «El túnel» dice: «Digo que, encerrado en este hospital,/ hoy lluvia, veintisiete de abril,/ quieto el vivir a las seis y tristeza,/ al no encontrarme los costados,/ tan que grande me sobra la existencia,/ que sólo viene a quedarme,/ como calor y compañía,/ el clavo de mi cigarro». No lo ha escrito César Vallejo, ni siquiera Leopoldo María Panero, sino un paciente anónimo a su psiquiatra].
Hace mucho que no hay sol, sino sólo tierra: una tierra que se encarama por las paredes del cielo y encofra los salientes de granito; una tierra que seca las gargantas, y embebe las salivas lunares, y se ensambla con el agua lívida, de filos nulos.
Nos invitan después a una copa. Alguien canta un fado en el porche de la masía. El vino es negro como el viento: ambos distribuyen asperezas de seda, arañas que corretean por el sexo, chispazos que iluminan la retícula de la realidad, y que nos ciegan a ella. La bahía es un bostezo bituminoso que contemplamos desde el jardín oculto. Se agranda a cada golpe de tramontana; luego clausura su albor, mengua en horizonte y cesa.