El niño que se esconde
del mundo entre los pliegues
de las olas que rompen,
ya avanzada la tarde,
y no acude, travieso, a las llamadas
de su madre, al almuerzo
ya listo para toda la familia,
no ha sido nunca un niño
desobediente, indómito.
Es tan sólo que siente
por vez primera el agua entrelazada
como un dios con su cuerpo.
Sumergido hasta el cuello,
se ha dejado acunar
por lo desconocido.
Contempla las montañas
y se dice que son
igual de inaccesibles ahora mismo
que su cuerpo a las manos familiares
que lo llaman en vano:
también ellas rodeadas por un dios.
Se dice todo esto sin palabras,
o acaso es cada poro
la boca en que se forma
una sílaba muda.
Y el mar un solo oído inmenso.
No quiere desprenderse
de las dulces ventosas
de la arena mojada.
No siente hambre ni sed:
es un cuerpo en la orilla,
pero apenas humano.
No sabe que la noche
cerrará en torno a él,
más tarde, sus compuertas.
Su cabeza nos mira
desde el fondo del tiempo:
allí, sobre las olas.