e vez en cuando, hay que matar algo para seguir viviendo. Parece un pensamiento terrible y es un pensamiento terrible. Palabras de asesino, sonidos de crimen. Pero acércate: mira conmigo dentro de este pensamiento, urga con tus dedos entre estos sonidos que nos observan desde un rostro confusamente parecido al nuestro. Verás las carnicerías con reses descuartizadas, los congelados de los supermercados, los insecticidas ofrecidos en hileras, el amasijo de células cuyo crecimiento detuviste al abortar, el cáncer que matas en tu sesión de quimioterapia, las flores que estás cortando una mañana de domingo en tu jardín. Verás el toro en la corrida, la lata de atún en conserva, la guerra de Irak, los caracoles de tu última cena, el condenado por violación esperando en la silla eléctrica, los movimientos del ratón al que infectaron del virus del sida en un laboratorio, el césped fumigado para que tomes el sol en la piscina del hotel sin que te estorben los insectos. De vez en cuando, debemos matar algo para seguir viviendo. No es lo terrible, aunque sea terrible. Es también la ternura. Como esta mosca que aplastas para que no moleste a tu hijo dormido.