P O R T A D A            
Betuel Bonilla Rojas
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  38     Otra vez la aurora.        

Otra vez la aurora

(del libro La ciudad en ruinas)

 
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Ven, apiadémonos de los que tienen más fortuna que nosotros

Ezra Pound – El desván

 

Abrió los ojos y vio que el sol irrumpía agresivo por la ventana. Una vez más se encontró despierto a la misma hora, cumpliendo esa cita pactada desde años atrás con el amanecer. Respiró con dificultad, sintiendo aquel malestar que lo ahogaba inexplicablemente desde hacía más de un mes. Extrajo un inhalador del cajón de la mesa de noche y lo vació repetidas ocasiones en su boca, experimentando un alivio con el aire artificial que le corrió por la garganta, por los pulmones, y que lo fue regresando paulatinamente a la vida. Las bocinas de varios automóviles repicaban insistentemente afuera de la pensión. Imaginó los clamores, alaridos e insultos de conductores luchando por llegar puntuales a su destino. Miró a su alrededor y se percató que todo estaba igual: la puerta apolillada justo al frente de la cama, el calendario que le regalaran en la empresa repleto de tachaduras y círculos en los que destacaba las efemérides de sus familiares y los días de pago, el reloj sobre el espejo del tocador marcando las seis de la mañana, y esa mujer al lado suyo, durmiendo apaciblemente sin atender al ritmo vertiginoso de la ciudad, estirando su escuálida figura en un lado de la cama, evidenciando nuevas arrugas en cada amanecer. Por un momento imaginó que esa vejez era ajena a su propia edad, al recorrer lento pero angustioso de su paso por la vida. Se levantó de un salto y sintió que el frío del suelo ascendía rápidamente por su cuerpo produciéndole un ligero estremecimiento. Sonrió al abrir la ventana y ver la ciudad convertida en un tumulto de hombres movilizándose en distintos sentidos. Pensó en despertar a Amalia... despiértate, Amalita, amorcito, viejita ..., dudó en hacerlo al reparar nuevamente en el reloj y comprobar que el minutero había avanzado muy despacio. Calculó que tendría algo más de cuarenta y cinco minutos para salir a la calle, abordar un bus y llegar antes que los demás a su trabajo. Se recostó y el cansancio de su edad lo obligó a prolongar un instante su sueño.

... Despiértate, Jairito, amorcito, viejito ..., esa voz delgada junto a su oído, esa voz que lo acompañaba desde muy joven, que le había prometido en el altar estar con él en las buenas y en las malas; y sí que lo había cumplido; porque no sabía si despertar cada mañana era bueno o malo. Pensó en su trabajo, en aquel salario mínimo que representaba el poder ir al cine una vez por mes con Amalia, una vez por mes al restaurante con su mujer para saborear alguna novedad, un mes de arriendo en esa habitación que compartía con ella. Pero pensó en lo otro, en salir a la calle sintiendo al sol arañar su ajada piel, extendiendo su brazo para ver si alcanzaba un cupo, así fuera de pie, en los buses que por esa hora trasportaban a los numerosos obreros de la ciudad, en ese mirar hacia sus bolsillos para ver si la billetera seguía allí, en ese alejar a codazo limpio a todos los portadores de malos olores, y en ese entrar a su trabajo con una sonrisa desplegada y aprendida en varios lustros de servicio a la empresa. Y los compañeros sonriendo a sus espaldas, burlándose de los zapatos carcomidos por el tiempo, ladeados ante el inminente desgaste producido por un asiduo caminar. La mayoría de ellos jóvenes, ignorando que gracias a él la empresa ocupaba un puesto de vanguardia en la economía nacional, desconociendo su papel de fiel participante en el progreso financiero. Y luego atravesando ese recorrido hecho durante tantos arribos, ese ir por entre alfombras perfumadas con ambientadores de sándalo, por entre sofisticados escritorios en espera de chicas con cabellos tinturados de rubio, sonrientes, con minifaldas y collares de fantasía alumbrando sobre sus frescas pieles. Ese camino instalado en su memoria con placer, ese agradable trayecto que lo llevaría hasta su jefe, un joven recién ascendido a gerente, el mismo joven con el que algunos sábados atrás tomara cerveza en el caspete de la esquina y le dijera... apúrate, Jairito, otra cerveza Jairito, por qué tan lento Jairito, mira la mona Jairito ..., ese joven con tan sólo tres años allí pero empujado hacia arriba por el espaldarazo de un amigo político, aquel joven que ahora le decía ... señor Cuéllar, muévase señor Cuéllar, será que acaso por sus años señor Cuéllar, si quiere señor Cuéllar ..., y a quien él debía dirigirse como doctor Rodríguez, doctor por estar ahora entre alfombras de felpa y muchachas bellas, por teclear un computador de prisa, por usar zapatos de marca y salir de la empresa en carro deportivo con una secretaria diferente como acompañante cada día. Por eso no sabía qué significado tenía despertar, si era algo positivo o negativo; pero así era la vida y era demasiado tarde para intentar cambiarla, para preguntarse por qué funcionaba así y no de otra manera. Y Amalia ahí, afanándolo, arrojándolo sin compasión a la rutina en la cual se había ido llenando de canas... las seis y treinta, Jairito, amorcito, viejito...

Amalia seguía allí, tendida cuan larga era sobre un montón de sábanas que en las noches apartaban por el calor. El se dirigió hacia el baño, abrió la llave de la ducha con parsimonia y sintió el agua fría descender sobre los surcos de su piel, correr luego siguiendo el curso demarcado por los años y adentrarse en su cuerpo. Esa sensación de alivio que le impregnaba el agua y que desaparecería en pocos instantes en la calle, esa humedad que el sol evaporaría tan pronto como traspasara el umbral de la puerta de madera apolillada y se dirigiera al autobús a refregar su calor con el de otros cuerpos. Muchos años de trabajo, miles de idas y venidas por entre el sol, viendo su carne maltratarse, marchitarse sin poderlo remediar. Y el jefe allí... señor Cuéllar, mi café, rápido señor Cuéllar, el fax que le pedí, señor Cuéllar, será que por su edad, señor Cuéllar ..., y él pensando en ese elegante joven que ni siquiera había nacido cuando él llegara a la empresa para levantarla de la nada, desempeñando variados oficios al mismo tiempo porque la austeridad en los salarios permitiría un futuro digno para todos. Y ahora su jefe andando a cien kilómetros por hora en un lujoso coche con aire acondicionado, tomando whisky en los bares del norte, y él con un salario mínimo para sobrevivir con Amalia, tomándose una que otra cerveza los sábados con los mismos jóvenes que entre semana lo sometieran a sus burlas, fiando licor para pagarlo en las quincenas... Jairito, amorcito, viejito..., y él sabiendo que parte de su existencia se había esfumado en esa ducha, múltiples recuerdos compartidos con el agua, y esa misma voz llamándolo a terminar con el ritual de la nostalgia. Salió. El sol se filtraba en minúsculas partículas iluminando toda la habitación, degradando el poco color de las paredes, de la cama, de la mesa de noche, del armario, dejando una ardiente huella sobre las sábanas. Se dirigió hasta su ropa, colgada dentro del vetusto armario, su ropa descolorida ante la frecuencia del lavado y la inclemencia del sol, su ropa junto a la de Amalia, y a la de Jairito, aquel niñito que en alguna época corriera por la estrecha habitación llenándola de gritos y de travesuras, el Jairito Cuéllar júnior, esperanza de la familia, creciendo aceleradamente para irse, estudiando con entusiasmo para vindicar el sacrificio de sus padres, pensando en trasladarlos a una casa en la que el sol no entrara con tanta libertad y desfachatez. Jairito Cuéllar, el niño que llevara los sábados hasta la empresa para demostrar que en él estaba su salvación, la de él y la de Amalia, porque se imaginaba dejando algún día esas calles, ese sol, esos jóvenes mofándose de su pasividad y su ropa trajinada. Tomó su atuendo y lo extendió sobre la cama procurando no perturbar el sueño de Amalia. Acarició las prendas que le habían quedado de Jairito, remotos rastros del joven que un día decidiera marcharse sin previo aviso intentando alejarse de una ciudad sin esperanzas, buscando alternativas para aliviar su propia vida, dejando atrás las promesas emitidas en su inocencia y fervor juvenil.

...Jairito, amorcito, viejito..., nuevamente esa voz emergiendo fantasmal de entre las sábanas, ese sonido gutural reiterado, repetido, como el despertar labriego del transistor. Amalia comunicándose como del más allá, dejándole unos minutos para recordar y luego devolviéndolo al presente de forma abrupta. Esa voz atravesando toda una vida como una ominosa letanía, esa voz mezclada con la de los vendedores matutinos que aumentaban de día en día, esa voz agregada a la de iracundos pasajeros profiriendo insultos contra el conductor por marchar tan despacio, y a la de sus hipócritas compañeros saludándolo, y a la del doctor Rodríguez, chamizo le decían en el caspete los sábados de farra; pero ahora ni pensarlo... señor Cuéllar, las cuentas que le pedí, rápido señor Cuéllar, si sigue así, señor Cuéllar, voy a tener que, señor Cuéllar..., y él sonriendo, afanándose, llevándole sus cuentas, su café, su fax, esmerándose por conservar su salario mínimo, luchando para poder cumplir con lo del arriendo, y lo del cine, y lo del restaurante, y lo de las cervezas, diciéndole... bueno, doctor, ya va doctor..., y las pelipintadas riéndose de su lentitud, de esa sumisión involuntaria, estallando en una pletórica carcajada con sus tropiezos y sus olvidos.

 

... Ya va a ser hora, Jairito, amorcito, viejito..., y él pensando en esa frase manoseada por el excesivo uso. Nunca sería hora de nada. El segundero deslizándose indiferente a sus pensamientos, a sus alegrías, a sus desdichas; el sol pugnando por invadir más y más la habitación; las voces multiplicándose en la calle; el reloj detenido transitoriamente en las siete en punto de la mañana; Amalia hablando como un contestador automático, como una máquina programada para regresarlo a la vida, como un marcapasos uniéndolo al latir presuroso de la ciudad; Amalia extendida ocupando su lado en la cama, el mismo sector hundido ante su peso constante. Tomó su ropa y la fue incrustando en su cuerpo con un movimiento casi mecánico. Pensó en la risa de sus compañeros, en la mancha visible de su camisa, en los botones de variados colores de su pantalón, en la voz de su jefe, en el olor a sudor de los obreros, en el grito temerario del doctor Rodríguez, de chamizo, en las faldas ajustadas de las pelipintadas. Miró hacia el reloj y vio que el minutero buscaba con ansiedad las siete y quince. En la cama Amalia seguía produciendo sonidos intermitentes, durmiendo con la aquiescencia del sol, reflejándose por entero en el espejo con su desorden de sábanas, el mismo espejo a donde él acudía justo a esa hora para revisar su indumentaria, esmerándose para no provocar la hilaridad de quienes lo miraran, acicalándose para no aparecer tan deslucido ante el doctor Rodríguez, o ante chamizo , qué carajo , porque por muy carro último modelo que tuviera, pero chamizo seguía alargando las sílabas al final con el típico sonsonete de los marginados, seguía hablando con la boca llena mientras comía, seguía confundiendo en una sola orden el tú con el usted, seguía piropeando a las pelipintadas como cuando tomaba cerveza en el caspete, seguía utilizando medias rojas con pantalones azules en una inusitada combinación. Y es que el doctor Rodríguez escasamente había terminado el bachillerato, como él; pero un senador había dicho en la reunión de la Junta Directiva que ese sería el hombre que conectaría a la empresa con el nuevo milenio; y en efecto así había sido: congeló los sueldos y compró computadores, escritorios, alfombras, teléfonos celulares, dotación de minifaldas y carro último modelo, todo un derroche de modernización acorde con la tecnología impuesta por la nueva época.

... Jairito, amorcito, viejito..., y él soportando a Amalia, y empujones, y trancones, y al maldito tráfico cada vez más lento, demorándose en busca de más pasajeros para aumentar utilidades, y el doctor Rodríguez... otra vez tarde, señor Cuéllar, qué le pasa, señor Cuéllar , una vez más y... señor Cuellar..., y él justificándose, implorando con su mirada, con esa verdad de empleado eficiente demostrada durante tantos años, con una hoja de vida intachable y homenajeada en administraciones anteriores, con escasos dos retardos en tan prolongado tiempo de servicio; pero deslizándose con temor sobre esa alfombra aromatizada en la que sus zapatos se tropezaban con frecuencia... Jairito, amorcito, viejito..., y él queriendo decirle a Amalia que no más, que ya se sabía de memoria ese transitar de segundos, de minutos, de recuerdos, que era inútil intentar escapar del sol que se colaba desde muy temprano para notificarle que había llegado un nuevo día de trabajo, un nuevo encuentro con el doctor Rodríguez. Y Amalia susurrando entredormida, ignorando sus preocupaciones pero presagiando cada uno de sus movimientos. Afuera el bullicio de la ciudad aumentando, el ruido acabando con cualquier indicio de serenidad, el calor alojándose en los cuerpos, suscitando gritos, insultos y empujones. Y él listo a salir sin despedirse de Amalia para no despertarla, y ella... cuidado, Jairito, amorcito, viejito..., ese calificativo entre tierno y peyorativo que lo impulsaba a cargar con desgano sus años, cerrando las trasparentes cortinas para proteger a Amalia, así supiera que su sueño sólo se detendría cuando el mediodía se aproximara.

Y Amalia otra vez... Jairito, amorcito, viejito...; pero esta vez su voz encontrando un espacio vacío, estirando su brazo y sintiendo el otro lado de la cama solitario, ardiendo ante el rayo de sol posado allí desde el amanecer, pensando en él, en esos amorosos años vividos en aquella romántica habitación con lo necesario para ser felices, en ese sueño persistente que no la abandonaba en ningún momento, pensando en el porte del doctor Rodríguez, tan elegante, tan fino, tan merecedor de ese ascenso, porque aquel carro último modelo compaginaba a la perfección con sus ademanes de citadino y hombre de mundo, imaginando a su esposo en un apacible recorrido por la ciudad, deleitándose con el verdor mañanero de los árboles, aspirando el aroma a cuerpos recién bañados, saludando a sus afables compañeros de trabajo, sentándose a conversar con el doctor Rodríguez sobre el notorio progreso de la empresa, saboreando un café, degustándolo con lentos sorbos, sonriendo con esa placentera compañía, recordando con él las afugias económicas de años anteriores, tecleando como un aprendiz todos aquellos aparatos que tanto bien harían a la empresa. Porque sus quejas no tendrían que ser otra cosa que eso, lamentos de un viejito fatigado de trabajar, como si esas constantes idas al cine no lo revitalizaran, como si ella no supiera que los sábados seguía reuniéndose con el doctor Rodríguez a piropear muchachas, porque bonitas sí eran esas pierniapretadas, así sus cabellos fueran teñidos quincenalmente para conquistar los favores del doctor Rodríguez; pero cómo no, si era tan querido el doctor, tan buen patrón. Y en cambio ella permaneciendo allí, padeciendo ese tic-tac acompasado del reloj, esperando su regreso, despertándolo al otro día sin poder dormir, pendiente de su puntualidad para con la empresa, y con el doctor Rodríguez, porque cada día estaba más lento y perezoso, se ponía a mirar largo rato hacia el techo olvidándose de su compromiso con ella, y con el doctor, olvidando la ida a ver la película del sábado, esos melodramas mexicanos que tanto le agradaban.

Y él mirando el tiempo avanzando en el reloj puesto sobre el tocador, ese tiempo plagado de emociones, ese transcurrir de minutos que sólo se añadían a la angustia del cotidiano vivir. El reloj marcando las horas así ellas ya no significaran mucho para algunos ciudadanos. Porque el tiempo era determinado por la producción, el tiempo se desvanecía en la no acción, en el ocio escasamente disfrutado por los obreros. El tiempo era del doctor Rodríguez instalado en su oficina desde las siete y treinta para dar ejemplo de rigurosidad, mirando desde la ventana la llegada de los trabajadores para reprocharles su demora, llenando de anotaciones sus hojas de vida, como si eso de haber compartido unos tragos les concediera el derecho a burlarse de él. El doctor Rodríguez envuelto en el olor de los ambientadores, de las pelipintadas recibiéndolo embadurnadas de maquillaje y mostrando sus piernas, de personas timbrando en su oficina en busca de un empleo, así fuera devengando menos del salario mínimo y laborando horas extras. Ese tiempo tan diferente del de Amalia, cesaba de correr, se detenía a las ocho de la mañana una vez que él abandonaba la casa para irse al trabajo, se aquietaba entonces y reaparecía al mediodía cuando se disponía a preparar el almuerzo. Y los obreros demostrando su premura, insultando, inventándose cualquier artimaña para eludir los trancones... Jairito, amorcito, viejito..., y él caminando cabizbajo en la calle, arrastrando a cuestas sus muchos años, los de la vida y los de obrero.

Tomó un autobús y allí estaba nuevamente lo mismo de todos los días. La placa del vidrio le indicó que iba en la dirección correcta, aferrado al pasamano para no caer, para no tropezar con otro pasajero, porque el dicterio sería inmediato. Miró por la ventana y sintió que la ciudad había aumentado de tamaño, la vio ancha, larga, creciendo a pesar de la brevedad del tiempo, expandiéndose en un horizonte sin fin. Se imaginó a los obreros que provenían de lugares más alejados y sintió compasión por ellos. Por fin llegó a su estación y descendió. El sol lo recibió con un latigazo de calor en pleno rostro. Pensó en Amalia, bastante atrás en la distancia, sumida en un despreocupado letargo, desconocedora de los sucesos de los últimos veinte días, turbulentos, tan diferentes a todos los días anteriores. Vio la fachada gris de la empresa y al celador sonriéndole desde la otra acera, esa cara que viniera recibiéndolo desde hacía varios años. Pensó en el interior del edificio, estirándose hacia arriba apoyado sobre bases de progreso, en las pelipintadas, en el grupo joven ocupando la que había sido su casa en mucho tiempo, en el doctor Rodríguez, o chamizo, en las últimas palabras brotando de su boca y retumbando ensordecedoras en su mente ... ya no más, señor Cuéllar, imposible, señor Cuéllar, entonces hay que... señor Cuéllar, se le había advertido, señor Cuéllar...

Amalia despertó sobresaltada cerca de las doce del mediodía. Una vez más se levantó a cumplir con su maniobrar de trastos y alimentos. Se asomó por la ventana y vio que su esposo aún no aparecía por la calle... Jairito, amorcito, viejito..., y él al frente de esa fachada gris con puertas verdes, con avisos de neón encendidos negando la supuesta austeridad, pensando en el doctor Rodríguez, en decirle que por favor, que llevaba veinte días pero que su edad era considerada una época digna de la pensión, no de trabajar, que se requería mano de obra joven, ágil, activa y capacitada, pensando en ese chamizo traidor escalando posiciones en la empresa y en el Country Club, porque ya comía fettuccines al pesto , enroscaba esas pastas importadas y las llevaba a su boca con lentitud mirando cómo lo hacían los de la mesa del lado. Y el doctor Rodríguez sentado, dictando otro memorando a la pierniapretada de su secretaria, mirando sus rodillas, diciéndole... monita, mamacita, tan linda..., pidiéndole un cariñito, que quiubo de la muchacha que reemplazaría a Cuéllar, que ahora sí que la empresa iba a crecer porque el último de los ancianos había sido despedido por acumulación de retardos, causal de liquidación ipso facto , renunciando incluso a prestaciones y demás figuras ridículas creadas para favorecer la holgazanería de los trabajadores, y la mona diciendo ... ya casi, señor... , que veinte días era muy poco tiempo para conseguir una chica bonita, de buen cuerpo, hábil con el tecleado y, sobre todo, diligente. Amalia vio que el tiempo corría y pensó que la impuntualidad de... Jairito, amorcito , viejito... se estaba convirtiendo en un problema hasta para la propia casa, como si no valorara su tiempo y su dedicación. Entendió los regaños del doctor Rodríguez, tan buen mozo, tan simpático... Jairito, amorcito, viejito... Él permaneció sentado allí, al frente, mirando hacia la fachada gris, viendo cómo la jornada de la mañana terminaba y los obreros salían en tumulto al descanso, salían las pelipintadas entaconadas, y los jóvenes, y ese carro último modelo a toda velocidad, con vidrios polarizados protegiendo al doctor Rodríguez y a su acompañante, avanzando en dirección al Country Club. Y él también se retiró, abandonó el caluroso andén y reemprendió la ruta, desenrolló el recorrido enmarañado en su memoria como un algo imprescindible e inevitable, reinició ese ascenso gradual de calles que lo llevarían nuevamente al lado de Amalia y desde donde se dispondría a emprender otra jornada de labores al día siguiente.

 

Otra vez la aurora.

 
         
         
         
         
         
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