P O R T A D A                 Concha    
      Ariel Bermani   punto de encuentro
  33 tierra - prosa     Una mujer llena
de redondeces
y lampiña
en la entrepierna
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—Es un agujerito lo que tienen —dijo Darío Villa, a modo de esclarecimiento—. Es así —dijo, y dibujó sobre la tierra con una rama.

Los demás acercamos las cabezas pero sin darle importancia al asunto, como si no fuese la primera vez que recibíamos una explicación tan detallada de ese misterioso tesoro que ninguno de los cuatro, incluido el improvisado docente, había tenido oportunidad de conocer en detalle.

Al dibujo, Villa lo copió del recuerdo de otro, que, unos días antes, le mostró su compañero de banco: había sido hecho en una hoja rayada de cuaderno Rivadavia y estaba oculto en el Manual del alumno bonaerense.

—Te olvidaste de los pelos —dijo Rafo, con los labios llenos de la saliva que siempre se le caía al hablar.

—¿Qué? —protestó Villa.

—El habla de que todas las conchas son peludas —dijo Gómez.

A mí, esas dos palabras, concha y peluda, me dieron vergüenza y sentí cómo se me cambiaba el color en la cara.

—No todas tienen pelos —atacó Villa.

—¿Qué decís, boludo? —gritó Rafo alejando su cuerpo del grupo, irguiendo todo su grueso cuerpo como si fuese a pegarle. Lo miramos.

—¿Qué decís? —insistió.

—No te calentés —pidió Gómez, parándose y caminando hacia Rafo (que se reía y se rascaba la panza).

El calor de febrero, a esa hora de la tarde, es una masa de aire pesado que te quema en la piel. Estábamos en el club, a la sombra, esperando a Mercado y a los otros. Era un martes o un jueves del año 1978.

No sé si ahora, donde estén, Villa, Rafo y Gómez se acordarán de aquella conversación. Pasaron tantos años que ni siquiera yo, el encargado de contar la historia, tengo presente cada detalle.

Ya dije que los cuatro nos movíamos alrededor del dibujo, lo que todavía no mencioné es que Rafo nos llevaba una cabeza, que Villa era flaquísimo y cabezón y que a Gómez le decíamos Mister Magoo porque en el arco parecía un ciego.

—Hay minas que se afeitan ahí —dijo Villa.

—No digas pelotudeces —dijo Rafo.

—Si se pasan la maquinita se pueden cortar —dijo Gómez.

—Mi hermana se afeita —dijo Villa.

—No jodas —desconfió Gómez.

—A ver —atacó Rafo—, traé a la boluda de tu hermana y que muestre.

—Estás loco —Villa borró el dibujo con la misma rama que había usado para hacerlo—.

—Estás loco —repitió.

—Que venga tu hermana —dijo Rafo.

—¿Vos qué pensás, Bochini? —me habló Gómez.

Dudé. Si me quedaba callado iban a darse cuenta de que no sabía, pero si hablaba podía cometer algún error y eso sería peor, más humillante. Unos minutos antes del dibujo de Villa yo ignoraba que el sexo femenino fuese tan complejo. La explicación había empezado a asustarme.

—Creo que sí —arriesgué—, puede afeitarse.

—Otro boludo —dijo Rafo mirándome.

—¿Por qué no traés a tu hermana? —gritó Gómez.

Rafo dijo: Traela y me la recontracojo.

—Con mi hermana no te metás.

—¿Qué?, ¿sos malo?, ¿querés piñas? —Rafo se le acercó hasta casi tocarlo.

—Pará, pará —dijo Gómez metiendose en el medio y empujándolos en sentidos opuestos.

A Villa le temblaban los labios.

—Dejate de hinchar —mandó Gómez, enfrentando a Rafo (que se reía y se rascaba la panza).

—Es un cagón —dijo Rafo, mirando a Villa que le daba la espalda y volvía a dibujar con la rama en la tierra.

—Puto y cagón.

—Chupame un huevo —dijo Villa.

—Bueno, sacálo —dijo Rafo—. Seguro que tenés los huevos bien afeitados.

—Basta forros —ordenó Gómez—. Si llega Mercado y los ve peleando los raja.

—¿Vos le mirás la concha a tu hermana? —preguntó Rafo.

—Ella me la muestra —dijo Villa.

—¿Está fuerte tu hermana? —volvió a empezar Rafo.

—La puta madre —dijo Gómez—, olvídense de la hermana de éste. Basta.

Y después dijo: La que está fuerte es Graciela Alfano.

—A mí me gusta más Susana Traverso —dijo Rafo.

—A vos ¿cuál te gusta? —me preguntó Gómez.

—Laura —dije.

—¿Qué Laura? —dijo Gómez.

—Laura Ingalls —respondí, sin pensarlo.

Los tres se rieron.

—¿Te gusta más ese boludita que Graciela Alfano o que Moria Casán? —gritó Rafo.

—Sí —contesté.

—Qué boludo —dijo Gómez.

Villa volvió a su dibujo pero esta vez lo hizo mucho más grande.

—Así —dijo.

—Esa es la grandísima concha de Moria Casán —dijo Rafo.

—No —dijo Gómez— es la de Laura Ingalls —y los tres se revolcaron.

—Así que te gusta Laura Ingalls —reflexionó Rafo.

—Pero ésa no tiene gomas —habló Gómez—. La hermana es más linda, ¿cómo se llama?

—Mary —dije.

—Sí, ésa. Esa está fuerte —dijo Gómez.

—La que está fuerte es Moria Casán —dijo Rafo, rascándose la panza.

Concentrado en su dibujo de una mujer llena de redondeces y lampiña en la entrepierna, Villa, arrodillado, movía con destreza la rama que le servía de pincel. Por un momento nos habíamos olvidado de él.

—Hermosa —dijo, de pronto y lo miramos.

—¿Quién es? —gritó Rafo.

—Adiviná —dijo Villa.

—Mercado —dijo Rafo.

—¿Esa mina es Mercado? —preguntó Gómez.

—No, boludo —dijo Rafo— el del Peugeot blanco es Mercado.

En ese momento se metía el coche pasando sobre el dibujo de la mujer y haciendo chillar la bocina. Atrás de Mercado bajaron unos cuantos chicos que se nos acercaron para saludar con piñas, gritos y patadas.

—A correr, boluditos —habló Mercado. Tenía tres pelotas abajo de los brazos y el silbato colgando del cuello.

Correr bajo el rayo del sol de febrero, correr de a dos llevando la pelota pegada, haciéndola rebotar en un pie, en el otro, correr, trotar, hacer piques, correr de espaldas, trotar de espaldas, picar de espaldas, correr. Subir al trote las tribunas de madera, bajar al trote las tribunas de madera, con las puteadas de Mercado desde abajo, apoyado en el alambrado: Vamos los pajeritos, decía. Correr, llevar la pelota con la izquierda y después con la derecha, hacer flexiones, hacer un loco, patear con las dos, cabecear, volver a correr.

Antes del picado, tirados boca arriba y con las piernas en alto, descansamos unos minutos.

Eramos doce. Yo estaba al lado de Villa, con los ojos cerrados, la remera pegada a la piel.

—Che —me llamó—, ¿es en serio lo que dijiste?

—Qué cosa.

—Que te gusta la boludita de la televisión.

—Es linda.

—¿Y Moria Casán?

—Un poco.

—¿No tenés novia?

—Tenía.

—¿Y ahora?

—No. ¿Y vos?

—Tampoco.

—¿Es cierto que tu hermana te muestra?

—Claro que es cierto.

—¿Cuántos años tiene?

—Como quince, no sé.

—¿Y te deja tocar?

—Claro.

—Que bárbaro.

—A correr —gritó Mercado y pateó las tres pelotas en distintas direcciones. Todos nos paramos de golpe.

Encabezando el pelotón íbamos Villa y yo, respirando con la nariz y largando el aire por la boca, dando larguísimos pasos con la cabeza erguida y la espalda recta. Cuando Mercado hacía sonar el silbato había que picar sin pasarse. A Darío Villa la melena se le pegaba en la cara y le tapaba los ojos. A la segunda orden había que bajar la velocidad de golpe y seguir trotando.

Gómez venía cerca, esforzándose por no quedarse sin aire. Rafo estaba atrás, al fondo, las piernas le pesaban.

Cuando Mercado terminó su cigarrillo hizo los arcos con ropa y nos llamó.

—Corriendo —dijo. Y armó los equipos.

 

—Boludo —habló Gómez tocándole un hombro a Villa.

—Qué —dijo el aludido, dándose vuelta, mirándolo.

—¿Quién era la mina?

—¿Qué mina?

—La que dibujaste.

—Mi hermana.

—Qué va a ser —dijo Rafo, lejos.

—Es —dijo Villa.

—¿Por qué no la traés el domingo y me la presentás? —dijo Gómez, palmeándolo.

—Tiene novio —dijo Villa.

—Y qué. Yo la quiero para coger nomás —dijo Gómez, pasándose la lengua entre los

labios.

—Vos no le hacés ni cosquilla —gritó el chico dándole la espalda.

—Villa, Gómez, Bochini —dijo Mercado— vengan para acá, carajo.

—Vos traéla —dijo Gómez.

—Chupame un huevo —dijo Villa.

—Sacálo —dijo Gómez.

—Acá no —Villa volvió a quitarse el pelo de la cara y escupió.

Rascándose la panza, la saliva cayendo por la comisura de los labios, los cordones sueltos, Rafo saltó sobre nosotros y nos golpeó la espalda.

—Jugamos juntos —dijo.

—No me toqués —chilló Villa.

—Andá a cagar —escupió Rafo.

 

Después, en el vestuario, abajo del agua tibia, con toallas mojadas que picaban en la carne, con empujones, nos bañamos sin jabón y sin champú, apurados para no quedar tan expuestos, a la vista de todos, ya que a nadie le gusta que lo llamen pijita o culón o ñoqui.

Cuando nos cambiábamos Villa dijo: Vamos.

—¿A dónde? —preguntó Rafo mientras se aplastaba los rulos con el peine.

—A mi casa —dijo Villa—, vamos a ver a la que no tiene pelos.

 

Hubo que tomar dos colectivos. Se hizo de noche. Nos metimos por calles de tierra, esquivamos perros, alguna carreta, coches a toda velocidad que levantaban polvo. Al principio hablábamos pero a medida que nos íbamos acercando a la casa enmudecimos de golpe, incluso Rafo, que nunca se callaba, parecía ausente, concentrado en sus pensamientos.

Villa nos hizo parar frente a una prefabricada con un pequeño jardín protegido por alambre.

—Esperen —dijo y se metió.

Al rato salió comiendo un sánguche y haciendo señas para que entremos. Rafo y Gómez iban adelante, yo atrás. Lo primero que viene a mi memoria al pensar en esa casa es el olor: olor a fritura. Adentro había dos mujeres viejas que tenían una sombra de bigote en el labio superior y una chica que bien podía ser la hermana de Villa, gordita, petisa, con el pelo, gomoso, pegado a la cara. Miraban televisión. Ninguna de las tres se fijó en nosotros. Nos metimos en una pieza sin puerta en la que apenas cabía la cama. Quedamos los cuatro sentados con la espalda apoyada en la pared.

Villa dijo, en voz baja: Es ésa.

Rafo sonrió (yo creo que estaba nervioso) y se rascó la panza.

Gómez dijo, también en voz baja: Y ahora qué.

Villa se puso el dedo índice de la mano derecha sobre los labios.

—Ya va —dijo.

Lo miramos.

—María —gritó.

—Qué querés —gritó alguien desde la zona del televisor. La voz era áspera, gruesa.

—Vení.

—Para qué.

—Que vengas.

Oimos unos pasos, el ruido de las chancletas arrastrándose, el ruido de una boca masticando chicle.

—¿Qué vas a hacer? —palideció de golpe, Gómez.

—¿Qué? —dijo María, el cuerpo recostado en el umbral, mirando a su hermano, mirándonos a nosotros, haciendo globos con el chicle.

—Estos —dijo Villa.

—¿Qué pasa? —preguntó la chica.

—No me creen —dijo Villa, sacándose el pelo de la cara, haciendo un esfuerzo por quitarle potencia a su voz—. No creen que te afeitás la concha.

 

   
             
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