A
la viuda de don Crescencio del Pulgar le gustaba mucho la
ópera. Cada vez que una compañía italiana
visitaba la ciudad, la viuda se sentaba sola en su palco,
justo encima del escenario, con la espalda erguida y el ceño
adusto, seria como una estatua y escrutadora como una esfinge.
En esas noches mágicas de estreno, cuando lo mejor
de lo mejor de los que son alguien en la ciudad se revestía
de sus mejores galas para hacer ostentación de refinamiento
y llenaba por completo el teatro, todo el mundo estaba pendiente
de la expresión de la viuda de don Crescencio del Pulgar,
"la del dedo", como era llamada por algunos envidiosos
de tertulia y té con pastas.
Desde
que la entonces joven esposa de don Crescencio llegara a la
ciudad, hacía ya bastantes años, no habían
faltado las malas lenguas ni los chismes de merienda ociosa
sobre su supuesto origen humilde. Los más aventurados
y lenguaraces contaban historias sobre el pasado sórdido
de la del Pulgar, llenos de tugurios de suburbio obrero o
de lupanares de puerto de mar en los que alguien sabía
de buena tinta de alguien que conocía a un tercero
que la había visto bailar desnuda frente a un público
ebrio de marineros tatuados y rijosos.
Don Crescencio, que era ya sesentón y tenía
fama de rijoso persiguechachas, había, según
algunos, recogido a su lozana esposa del arroyo como quien
dice, encandilado por los atractivos sensuales de la mujer.
Otros, más gráficos, insistían en que
la del Pulgar le chupaba la verga al viejo tan bien que él
era capaz de dejarse hacer cualquier cosa con tal de tenerla
amorrada a su entrepierna. Alguno hubo que, de puro envidioso,
afirmó saber de buena tinta que el difunto don Crescencio
solía pasearse en calesa cerca del mercado central,
en busca de mocetones recién llegados del pueblo, que
llevaba a casa para que su mujer les chupara las rurales y
juveniles vergas, mientras él se excitaba contemplando.
Claro que esto se dijo después de la muerte del industrial,
cuando los hijos, fruto de su anterior matrimonio, impugnaron
el testamento, y corrieron bulos calumniadores sobre la reciente
viuda, apadrinados en algunos casos por los leguleyos de los
furiosos nenes.
El testamento quedó como estaba, y dicen que esto fue
obra del abogado de la del Pulgar, que terminó comprando
el silencio de los desheredados retoños del difunto.
Luego pasaron los años, y el irreprochable comportamiento
de la viuda de don Crescencio acabó por ahogar, a fuer
de irreprochable, las calumnias y las críticas de la
gente que es alguien en la ciudad. Abandonado el luto riguroso
que luciera tras el fallecimiento de don Crescencio, la viuda
siguió mostrándose, no obstante las expectativas
de muchos, decorosa en su comportamiento. La falta de excesiva
rigidez en su vida social, el dolor contenido, la dignidad
sin exageración, las alegrías mesuradas y una
indefinible elegancia en todos sus gestos y apariciones acabaron
por convencer a la buena sociedad de que la viudez de la del
Pulgar no era la histriónica exageración de
quien alberga muy otros sentimientos de puertas adentro.
Fiestas
amables y tertulias caseras en las que el chocolate
con tejeringos acompañaba al más refinado té
inglés, y en las que no faltaban antiguos denostadores
de la señora de la casa, ganados ahora para su causa
salteaban de vez en cuando la monotonía de la viuda
del Pulgar. Cuando el final del verano indicaba el inicio
de la temporada de ópera, la viuda de don Crescencio,
vestida elegante y decentemente, rodeada del halo cuasi místico
de elegancia y savoir faire que había sabido
cultivar, se sentaba con la espalda erguida en su palco, y
todo el mundo quedaba pendiente de sus gestos.
La
audiencia, el empresario, el director de la orquesta, el tenor,
la soprano, hasta Andrés, el tramoyista, todos estaban
pendientes del gesto de la viuda del Pulgar, como si de éste
dependiera el éxito o el fracaso de la representación.
Tanto era así que, una semana antes de cada estreno,
un enorme y precioso bouquet de flores, enviado por
la empresa del teatro, hacía su aparición en
el recibidor de la mansión de la calle Cervantes, domicilio
ya de don Crescencio, ora de su magnífica viuda. Acompañaba
siempre a las flores un sobre, con dos entradas de palco privado,
sobre el mismo escenario, que era donde ella siempre hacía
aparición sola, erguida y hierática como una
diosa de las artes, como una musa inalcanzable y reverenciada,
de cuyo gesto de aprobación o condena pendían
el éxito o el frío fracaso.
El
empresario actual, hijo del anterior, intentó en cierta
ocasión convencer a su padre de que enviase una sola
entrada, con tal de reducir gastos, e incluso insinuó
que el resto de butacas en ese palco también podrían
venderse. El padre, serio y firme, prohibió tajantemente
a su futuro sucesor hacer tal cosa, advirtiéndole que
el uso que la señora viuda del Pulgar hiciera o dejara
de hacer con la otra entrada era asunto exclusivo de tan insigne
dama. Además, según afirmó el honrado
empresario, la segunda entrada se consideraba como una cortesía
de la empresa hacia la memoria del difunto don Crescencio.
De
esta forma, cada temporada se repetía varias veces
el ritual mágico, y cada estreno los cientos de oídos
de la mitad de cientos de espectadores que abarrotaban el
coqueto teatro parecían concertarse con la mirada de
la viuda del Pulgar y escuchar, más que los acordes
melodiosos de una obertura, o la pasión y el lirismo
de tal o cual aria, los gestos cuasi imperceptibles de agrado
o enojo, de excitación o desprecio, de placer o dolor
que dejaban entrever las severas facciones de la viuda del
Pulgar.
Esta tiranía, que algunos podrían haber juzgado
excesiva, no solía ser, en cambio, ni demasiado severa
ni flagrantemente injusta. Bien es cierto que hubo alguna
ocasión en que la impecable representación de
una obra magnífica llegó a pasar desapercibida,
o incluso pataleada, cuando la audiencia, observando una mueca
de descontento en la expresión de su musa tirana, condenaba
automáticamente la obra sin derecho a apelación.
Pero como de todas formas la gente, incluso la que es alguien,
suele gustar de dictablandas, siempre y cuando no se descubra
prevaricación en quien las tiraniza; y como, por otra
parte, la autarquía operística de la viuda del
Pulgar era por lo general benévola, su autoridad reinaba
con tal majestad que las críticas periodísticas
del día siguiente al estreno siempre encontraban hueco
para referir, de manera más o menos directa, lo que
ellos consideraban el juicio de la más experta de las
aficionadas a la ópera y la más elegante de
las grandes señoras de la ciudad.
La viuda del Pulgar, que se llamaba Magdalena Realejo, leía
luego en la cama esponjosa, ahumada con lavanda, mientras
desayunaba, las reseñas de la crítica, y se
partía de risa, tanto que a veces tenía que
levantarse a mear, porque se le aflojaba la vejiga con tanto
cachondeo como se formaba con sus asistencias a los estrenos
de ópera. Magdalena, claro está, sabía
que el teatro entero estaba pendiente de ella, intentando
leer en su cara el placer o la indiferencia. Por eso se reía
Magdalena, porque esa audiencia de los que son alguien en
la ciudad no sabía que su musa aún conservaba
muchos trajes elegantes que habían sido de su marido,
el difunto Crescencio, que en paz descanse, que era un viejo
verde pero tenía un corazón como para quererle,
a pesar de lo viejo que era. Y claro, no sabían que
ella, cose que te cose, los había arreglado, que para
la aguja Magdalena siempre había tenido muy buena mano,
y los había ensanchado en los hombros, y rebajado en
las cinturas, y les había sacado el dobladillo. Y quedaban
que ni a la medida, puestos encima de los cuerpos jóvenes
y nervudos de los marineros, o de los reclutas de pueblo,
que luego entraban de los primeros al abrirse las puertas
del teatro, con la otra entrada, la que siempre seguía
enviando el imbécil del empresario, y se metían
en los urinarios hasta que casi todo el mundo estaba en silencio
esperando a que se levantara el telón. Luego, en medio
de la obertura, el recluta o el marinero, o el mozo de cuerda,
que también los había, entraba sin ser visto
en el palco de la viuda del Pulgar. Ella lo estaba esperando,
con la espalda erguida contra el respaldo de la silla, las
piernas separadas y la mirada fija en el escenario, y el trajeado
mocetón se arrodillaba de espaldas a la baranda del
palco, y empezaba a lamer el coño de Magadalena, que
no usaba bragas cuando iba a la ópera, por razones
de comfort.
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