"Era
feliz en su matrimonio, aunque su marido era el mismo demonio",
dice la canción. La que le gustaba a su madre era la
versión antigua, la de esa cantante de pelo largo de
cuando Franco, que se murió en un accidente de coche,
la pobre. Pero la que pusieron el día de su boda fue
otra, más moderna, más aflamencada, más
rumbera, que es como a ella le gustaban las canciones.
La
historia era triste, pero tenía una ternura que la
hacía estremecerse cada vez, y no de pena o miedo.
"Tenía el hombre un poco de mal genio, y ella
se quejaba de que nunca fue tierno". Como su padre, como
su abuelo, al que nunca conoció más que en historias
contradictorias de la abuela. "Tenía mal genio",
repetía la vieja con una mezcla de queja escondida,
admiración y orgullo porque su hombre fue muy hombre,
hasta para dejar caer la mano alguna que otra vez. Un poco
de mal genio que al suyo, su marido, le salió poco
a poco. La canción sonó en su boda, y la recuerda,
y conoce la letra "hace ya más de (¿cuántos?)
años, recibe cartas de un extraño, cartas llenas
de poesía, que le han devuelto la alegría".
El
marido huraño, que a pesar de todo la hacía
feliz (¿o era ironía?), no se entera, pero la
pobre mujer recibe cartas todos los años, acompañadas
de un ramito de violetas, cartas "llenas de poesía,
que le han devuelto la alegría". Al final, era
el hombre (el que nunca fue tierno, el que a veces tenía
un pronto violento, como deben ser los hombres bien bragados,
el que parecía el mismo demonio) quien le mandaba los
anónimos poemas que mantuvieron su ilusión tantos
años. Una canción muy bonita, triste, pero tierna,
porque el marido, al final, resultó que la quería,
a pesar de todo, y por eso se escondía detrás
de las flores sin nombre, para que un día al año
ella se sintiera feliz.
Después
de la boda pasaron los años, y nada cambió de
repente. Sólo que la vida siguió su curso, y
dejaron de ser niños y dejaron de ser adolescentes,
y se hicieron mayores y sus peleas se hicieron de mayores,
y en su piso las paredes resonaron un día con los mismo
gritos que las que albergaron a sus padres, que las que se
colaban por el patio de luces, como peleas de casados. A veces
era tierno, y nunca dejó de ser hombre para hacerse
demonio, porque no le hizo falta. Ella no se quejaba, hasta
que empezó a hacerlo. La canción dejó
de sonar el día que le rompió el tímpano
a golpes. Cuando salió del dispensario, esperó
ver un ramito de violetas esperándola, acompañado
de un mensaje anónimo y furtivo que le curara el alma.
Años
más tarde, cuando el dispensario se quedó chico
y el postoperatorio empezó a durar más de un
par de días, decidió salvar la vida. No era
feliz en su matrimonio, y su marido sí era el mismo
demonio, dijo el juez, y consiguió lo que la mujer
de pelo largo y lacio que cantaba en tiempos de Franco nunca
habría logrado. Fue entonces cuando empezaron a llegar
los mensajes. No eran versos, ni vinieron en primavera para
acompañar ramos de flores. Tampoco llegaban cada nueve
de noviembre, sino cada semana, cada dos días, a veces
en mitad de la noche en forma de llamada de teléfono,
y nunca con líneas tiernas de amores imposibles y admiraciones
ocultas.
Al
funeral acabó asistiendo más gente que a su
boda. No hubo música, ni baile, ni convite, y por supuesto
que no sonó la canción. De entre las flores
que cubrieron su tumba, es bastante probable que hubiera violetas,
aunque no se sabe si en un ramo o repartidas entre otras flores,
escondidas entre coronas de duelo.
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