P O R T A D A    
Adalberto
Agudelo Duque
Autores presentes en El Mausoleo Iluminado.    
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  29 fuego - miscelánea    

Del ensayo
o del saber
para ser

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El Mausoleo Iluminado, Antología del ensayo en Colombia, compilación de Óscar Torres Duque publicado por la Presidencia de la República, 1997, no permite un examen completo y serio sobre este género. De los veinticinco autores seleccionados solo cuatro son ensayistas de oficio. Los demás, políticos afincados en sus fanatismos, logran cuadros confesionales distantes de la objetividad. Otros, como Max Grillo, se valen de su poder para escribir de lo que no saben pues "critica" a Víctor Hugo armado de su biografía sin haber leído la obra. Otros gozaron de prestigio pero su ensayística no resistió el paso del tiempo, víctimas ellos mismos de equivocaciones supinas que La Ciencia o La Historia se encargó de demoler. Si bien hay que reconocer el acierto de la inclusión de Simón Bolívar es deplorable el hecho del olvido del "Memorial de Agravios" acaso el primero de los ensayos "made in Colombia" por la estructura analítica, la presentación de argumentos y las conclusiones finales. En realidad El Ensayo fue como una casa de citas. El escritor rendía un examen de información señalando, comentando, repitiendo o retorciendo lo que dijo tal autor no para darle peso a sus ideas sino con el objetivo egolátrico de parecer "leído" o informado o al día. Trabajó con la premisa "yo tengo razón si lo que digo ya lo pensó fulano el famoso escritor inglés, francés..." Tal sistema de trabajo sirvió en su momento como base de referencias sin autenticidad ni frescura. Se trató siempre de un problema de fe y sobrevivencia. Por eso la heterodoxia sufrió el acoso de las ortodoxias. El Ensayo, El Tratado que resistió el examen de La Historia, no fue aquél que repitió la cadena yo lo digo porque lo dijo Pedro que comenta a Juan pues lo analizó Santiago que estudió a Jacobo. Miles de páginas hay sin una verdad o una mentira o una frase memorable. La Historia, por ejemplo, la escriben los vencedores. El Ensayo histórico es un infinito biografiario, casi hagiográfico, destinado a canonizar ladrones, borrachos, asesinos, prostitutas, pervertidos de tal o cual casta, de tal o cual apellido "ilustre", de tal o cual color nacidos en cunas de rancia aristocracia. Los estudios de historia no pasaron el límite de un datero frío, descontextualizado de La Economía, La Sociología y Las Artes. Sin confrontación o análisis, esos extensos y soporíferos libros no preguntan y como no preguntan no interpretan, no unen los lazos rotos que pudieran explicar los intensos porqués de guerras, magnicidios, golpes de estado, hambrunas, guerrillas, persecuciones sectarias. Recargados de colores que deslumbran el entendimiento no permiten acercamientos a la verdad. La Historia es roja, azul, amarilla, verde, blanca, negra, comprometida con una casta o una dirigencia. Las voces fuera del coro fueron castigadas con el silenciamiento. No ser comentado o recomendado fue casi siempre sinónimo de claridad conceptual: el autor era ininteligible para la intelectualidad inscrita en los círculos oficiales y desnudaba hechos inconvenientes o secretos. En otros casos el supuesto "libro de historia" fue un cálido anecdotario personal empañado por la cortina de la nostalgia sin la objetividad o la cordura o la seriedad que El Ensayo exige. En el mismísimo Suetonio hay una carga de afectos y odios que lo descompensan. Thomas Carlyle allana el camino del fascismo con el cuento del superhombre. En cambio son poco difundidas las obras de Jules Michelet y Alfonse de Lamartine. En Colombia, Fernando González canoniza a Bolívar pero sataniza a Santander desenmascarando el carácter fundamentalista conque descalificó a sus enemigos. ¿Y por qué no conocemos "Los Inconformes" de Ignacio Torres Giraldo? ¿O los juiciosos estudios de Alfredo Molano, Luis vidales, Eduardo Santa, o Arturo Alape?. ¿O ese esclarecedor estudio sobre la violencia en Colombia cuyo autor es académico de la U. del Quindío?. La Historia es encadenamiento, confrontación, explicación. En ella nada tiene empleo sin La Economía y La Economía, dice Marx, es un problema de clases, ergo La Historia es un problema de clases, de su desenvolvimiento, desarrollo, progreso o desprogreso.

En filosofía el panorama no es distinto. El siglo XX no produjo pensadores importantes porque el siglo XX borró, negó y renegó de las verdades de casi todos los filósofos cuyos retratos, bustos, pedestales y estatuas presiden las aulas del mundo. No hay Ciencia en Colombia, no hay Ciencia en Latinoamérica, no hay pensamiento latinoamericano, no hay pensamiento colombiano —como si se pudiera abstraer el pensamiento particular del orden universal— porque la educación confesional se encargó de castrar toda posibilidad de desarrollo. "Los filósofos", desde Fernando González a Estanislao Zuleta, cifraron su vida y su obra en cierta especialización sospechosa. Sabían de memoria a Platón, Aristóteles, Schopenhauer, Kant, y no a la manera de Farenheit 451 de Bradbury. Incluso Zuleta se sabe a Marx, Freud, Mann, los explica, cita, "amplía" en el mejor de los casos, pero no los aplica, no continúa sus obras inconclusas, no desarrolla una teoría personal que pudiera llamarse zuletismo en el sentido de escuela o tendencia o acercamiento a la cultura. Los demás, los que no alcanzan su dimensión, tratan a los tratadistas, repiten a los maestros consagrados, son intermediarios prescindibles entre el filósofo y su obra y una cauda de ingenuos que fundamentan su fe en la cátedra de atriles y tarimas donde los oyentes los ven más altos, sabios, informados e inteligentes de lo que son en realidad. Además no hay filósofos a la derecha. Se supone que "el pensador", sinónimo estereotipado de filósofo, está más cerca de la resistencia que cualquiera otro de los mortales. Los procesos de exterminio a lo largo del meridiano de Greenwich, el hostigamiento y silenciamiento de La Utopía en Nicaragua, El Salvador, Guatemala, México, Colombia, Chile, Argentina, no han tenido otros analistas que Carlos Fuentes y Nöam Chomski y, recientemente, Humberto Eco. Menos aún la nueva cruzada capitalista, el genocidio del pueblo palestino, ha tenido su filósofo.

En realidad El Ensayo fue territorio, reino podría decirse, de los juristas o letrados —en oposición a los iletrados o analfabetas—. Se autoconcedieron el título de escritores pues los demás eran los poetas o grifos o bohemios o locos. Instruídos para el foro, su discurso debía convencer al auditorio —los jurados de conciencia p.e.— de la inocencia, la culpa o la duda y, en el mejor de los casos, de la conveniencia o inconveniencia de una ley. Abogados que se doblaron de políticos y políticos que se doblaron de ensayistas, colonizaron El Ensayo como un feudo con cercas y alambradas. Y dogmatizaron en todo. Ciencias, artes, literaturas fueron precipitadas al infierno de los credos. Con los curas o contra los curas, con los políticos o contra los políticos, su prédica se convirtió en principio de fe publicitada o contrapublicitada en los púlpitos. Con el monopolio de tribunas, imprentas oficiales y la veneración fanática y ciega de las feligresías El Ensayo se convirtió en un instrumento de poder y de violencia. Los "mejores" ensayos en ciento cincuenta años explican por qué fue bueno exterminar la población aborigen de América. Por qué fue necesaria la guerra religiosa en Colombia desde La Nueva Granada. Por qué los explotadores del pueblo, expoliadores y ladrones de todos los fiscos, merecen la reverencia, el reconocimiento y el notablato. Por qué bailar es pecado. Por qué Pío Nono debe ser santo. Por qué es conveniente el exterminio de ateos, herejes, paganos, masones, anticlericales, sionistas. El Ensayo y el ensayista perdieron la objetividad y derivaron hacia las proclamas de los más crudos fanatismos alrededor de los cuales se formaron grupos sectarios con un orden jerárquico, un brazo armado y un culto que era presidido desde un altar hagiológico por el político —o el ensayista— de turno. Lo curioso es que tales santones no tuvieron jamás fe en su grey. Alguno, muy famoso, dijo a los cuatro vientos de una emisora que "Colombia es un país de cafres". Quien otro se refería al pueblo como "esa gleba ignara". Quien menos se dirige a "su gente" como ustedes los colombianos, ustedes los pecadores. Consecuencia inmediata de este ejercicio fue la sociedad del mutuo elogio. Malo, regular o bueno, el autor de un libro tendría a su disposición púlpitos y tribunas, periódicos y revistas culturales para difundir su genialidad, recomendar su lectura, proponer su estudio en tertulias, "grupos de oración" y sociedades pías. No faltaron los seguidores fieles y ciegos, mucho más fundamentalistas que el canon, siervos y esclavos sin contraprestación, que usaron El Ensayo como un acto de sicarismo para exterminar ideológica, literaria e intelectualmente a los otros, los que ejercían la libertad de discutir, disentir y denunciar. Actuaron como idiotas útiles de esa aristocracia de las letras y contribuyeron a formar famas y pretigios no siempre legítimos. Si nos acercáramos a esas famas y esas obras con una mirada crítica y con la esperanza de aprender veríamos desencantados que no resisten un examen: en la reciente antología de ensayo citada antes, el mejor dotado de los escritores sigue siendo Simón Bolívar. Los más, contadas una o dos honrosas excepciones, son simples comentaristas, aduladores de oficio cobijados bajo la sombra amplia de algún árbol. Luis López de Mesa y Baldomero Sanín Cano se graduaron como humanistas en medio de una sociedad que no miraba para los lados y menos para abajo pero daban la impresión de una cultura democrática. A José María Vargas Vila ya no lo lee nadie. Pretendió combatir fanatismo con fanatismo, la violencia de la palabra con la violencia de su palabra. En honor a la verdad, es el más claro e insigne exponente del Grecolatinismo nacional: su preocupación primaria no fue el país sino las peloteras de griegos, romanos e indúes. Su mismo estilo fue un distractor para el millón de lectores, generalmente obreros y artesanos, que debían armarse de diccionarios en todas las lenguas para interpretarlo. Especialista en retorcer el significado de las palabras, dejó "escuela hecha" en políticos, oradores y "ensayistas". Su estilo grandilocuente que escarnecía al contrario es todavía hoy imitado por ciertos ministros que demuelen al enemigo con el sólido cuchillo de las palabras dichas con la soltura de un chiste pero afiladas con el veneno necesario para hacer daño. Como quiera que estos ensayistas acometieron todos los temas se podría afirmar que El Ensayo literario brilló por su ausencia durante décadas. "La crítica" participó con maliciosa constancia de los males políticos que nos aquejaron desde 1783 en el estallido de la Revolución de los comuneros. Se desconocen, se ignoran o se borran del mapa autores y obras "del otro partido". No hay estudios de literatura. La crítica se limitó a comentarios de parte interesada, motivados siempre por odios y afectos inexplicables, irresponsables, con ánimo descalificador o laudatorio generalmente sin la lectura previa de la obra en comento, casi chismes repetidos de boca en boca. Risaralda y La Vorágine fueron hermanadas en una equivocación supina de Arango Ferrer que hoy, si pudiera, rectificaría. Comparadas se podría afirmar con Estanislao Zuleta que ambas son novelitas lamentables. Aunque La Vorágine podría ser la primera novela posmoderna merced a su estructura, Rivera escribió sobre la selva, no de la selva, no vivió la selva. Arias Trujillo escribió, y por encargo, sobre El Valle del Risaralda pero no vivió El Valle del Risaralda. Tales comentaristas crean un vacío muy perjudicial: hoy por hoy no sabemos nada de la autenticidad, el valor y la cobertura de las letras. Y como si fuera poco se dan los ensayistas mercenarios vendidos a la editorial que canonizan autores y obras por la paga y no por la convicción. Y en el otro extremo está la crítica reputada de seria pero viciada de conceptos que desconocen La Historia y la Sociología y presentan una visión parcializada —y de rodillas— de grupos, tendencias y épocas. La mayoría de los exámenes en novela, cuento, poesía se reducen a inventarios o memorias por aparición de autores y obras. Son escasos los estudiostipo que tienden a hermanar La Historia y La Literatura, La Sociología y La Literatura como ventanas de doble marco para mirar procesos sociales, valores y tabúes, sincretismos y acretismos. La rima y la métrica solo tienen hoy explicación en comunidades iletradas sobrevivientes del siglo XVIII. Como quiera que el ensayista, en especial, es un intérprete del pasado que escribe para el futuro, los paradigmas de ensayo propuestos por Milan Kundera o Marshall Berman aún no son objeto de imitación, de estudio o paratextualidad. Menéndez Pidal, quien nos enseñó a entender, interiorizar y, sobre todo, a amar a Cervantes, Lope, De la Cruz, se ha vuelto invisible en las academias. Las propuestas de un método o de una visión o de un acercamiento a las técnicas del autor, los conflictos del hombre, las mutaciones sociales no constituyen paradigmas dignos de síntesis. O La Biblioteca es cada vez menos visitada, los sobrevivientes del libro no tienen vida suficiente y eficiente para ser la suma de todo lo que es necesario leer.

Algunos de los nuestros, por fortuna, han captado el mensaje: William Ospina demostró con Menéndez Pidal que los mejores estudios de historia más literatura son posibles cien años después de cien años. Rodrigo Parra Sandoval, Julio César Londoño y Darío Ruiz aprendieron de Berman o Hawkins que La Ciencia, La Filosofía, La Arquitectura, tienen aplicaciones y explicaciones literarias. ¿Y dónde encajan Nodier Botero, Orlando Mejía y Eduardo López? El juicio de sus trabajos, la claridad de sus conceptos, la contundencia de sus demostraciones los hacen habitantes perpetuos en los lomos de los libros, su cifra es el código de barras, la signatura topográfica, la velocidad de los canales hiperespaciales.

No obstante, el problema no es tan simple. Los académicos suelen hablar en largas ponencias de El Ensayo, La Novela, El Cuento, La Poesía, con el pretexto de que todos los auditorios saben qué es El Ensayo, El Cuento... El Ensayo no es ahora lo mismo que hace cien años o mil años o cinco mil años. Ha evolucionado. Sus cambios parecen tan imperceptibles que en colegios y universidades se confunden términos como Monografía con Ensayo, o Protocolo con Monografía, o Tesis con Protocolo. Y entonces ¿Qué es El Ensayo? ¿Cómo fue? ¿Cuál el camino recorrido por los escritores para llegar al más importante medio de opinión del hombre?. Las respuestas a estas preguntas exigen un abordaje de largas lecturas, múltiples aplicaciones, intensas consultas en otras disciplinas: en un lugar de La Mancha, cuyo nombre se recuerda ahora con tristeza, se dio uno de los hitos más dramáticos y trágicos en La Historia: don Alonso Quijano pierde la razón —no su razón sino la razón según Cervantes— y esta pérdida lo incita a cometer un crimen de lesa humanidad que literatos, historiadores y académicos apenas notaron hasta hoy: la incineración de su biblioteca. Si quemar un libro es quemar un árbol, lo ecológico aquí es intrascendente si se piensa que un libro es una vida y por tanto un librario es la suma de muchas vidas. El mundo no se recupera aún de la desaparición en llamas de la Biblioteca de Alejandría. Pero esta quemazón, la de Alonso, es más dolorosa en cuanto pasó más desapercibida. Simbólico o no, literario o no, este acto vandálico relieva preguntas respondidas apenas por el humo. ¿Cuáles teorías, cuánta información, qué autores, qué obras, qué héroes o villanos se esfumaron para siempre que mostraran alguna luz para el cabal entendimiento de Las Cruzadas?. Sin duda Cervantes protesta contra los genocidios que significaron las campañas supuestamente religiosas de los fundadores del capitalismo. O tal vez don Miguel intuyó que La Inquisición le seguía los pasos y fingió la locura de Quijano para mostrar otros aspectos alrededor del libro: quien termina de leer una obra no es igual al de la primera página. El libro y por ende La Biblioteca son laberintos de los que nunca se sale. Leer un folio ya nos hace distintos frente al otro. Leer nos pone en contacto con mundos virtuales, verdades insospechadas, teorías que cambian la visión del universo y La Historia, es decir, margina al lector a orillas desde las cuales ve a los no lectores con cierta suficiencia de poder, con alguna soberbia. El otro lo ve igual, marginal o marginado, distinto o loco. Eco, el Humberto, desarrolla esta certeza de la lectura como laberinto en esa terrible y brillante recreación del incendio en Alejandría que es El nombre de la rosa. La Biblioteca o El Laberinto no es un lugar para el común de los mortales. Es necesario entrar a sus salones y pasillos con claves que guíen el tránsito, no el retorno, no la salida. Habrá quienes pasen toda su existencia en una sola de las salas o quien deambule por los anaqueles buscando puertas y ventanas sin encontrar jamás una leve raya de luz, una filtración de aire y sol. El problema es que, años después, Adso, el aprendiz, regresa a las ruinas y encuentra que alrededor del monasterio —forma superior de La Biblioteca— ya no hay progreso, bienestar ni conocimiento. Las aldeas que prosperaron a la sombra amiga de los muros conventuales ya no existen. No hay alquerías, sembrados, jardines. Vegetales selváticos invaden los terrenos. Solo el cementerio es reconocible. Grandes aves de presa atrapan largartijas y serpientes. Las órbitas vacías de los ventanales lloran lágrimas viscosas en forma de "pútridas plantas trepadoras". La imagen pues no puede ser más brutal, menos gráfica: La Biblioteca, o el laberinto, genera conocimiento, el conocimiento progreso, el progreso bienestar, el bienestar cultura, en un retorno que va de libro a libro por un camino erizado de peligros, hostigamientos, incineraciones, locura en fin.

Por supuesto, esta interpretación un poco apocalíptica no es la única. Más esperanzadora y compleja es la genial alegoría borgiana en la cual el universo Es La Biblioteca compuesta por infinitos exágonos, compuestos por infinitos anaqueles en donde reposa un infinito número de libros compuestos por el finito número de veinticinco signos. En ésta, La de Babel, todo está escrito, incluso en las lenguas que aún no son. Borges supone un habitante, un hombre, El hombre, por cada tres exágonos, es decir, calcula las lecturas posibles en el trascurso de una vida pero intuye con tristeza que La Biblioteca está cada vez más deshabitada, cada vez es menos posible El hombre del libro o, interpretando al autor, el hombrelibro: En algún anaquel de algún exágono, dice Jorge Luis, debe existir un libro que sea el compendio y la cifra de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios.

Inquieto por este acertijo Bertrand Russell dedicó parte de su vida, obra y ejercicios matemáticos a demostrar que ese libro, al mismo tiempo el todo y la parte, podría ser el gran catálogo o catálogo de catálogos que contiene a todos los libros pero es un libro perdido en cualquier rincón de cualquier anaquel de cualquier exágono. La metáfora borgiana se une aquí con la metáfora de Russell: el hombre, el lector, es el catálogo de catálogos, al mismo tiempo El Libro y todos los libros, el único que Es La Biblioteca y uno de sus tomos, la única posibilidad de contener el Universo y ser su parte pues sin su aprehensión el universo es imposible. Como Diógenes, llamado cínico por las perversiones escolásticas y jesuíticas, Russell buscaba El Hombre. No un hombre sino El hombre, este hombre, catálogo de catálogos, universo y bibliotecario, universo y ser, hombre y dios, hombrelibro, capaz de contener a dios y ser parte de Él pues lo concibe, lo aprehende o, dicho de otro modo, capaz de contener el universo y ser parte de Él pues lo concibe, lo aprehende.

Ray Bradbury, más fatalista pero igualmente más ingenioso, desarrolla esta idea previendo una Alejandría mundial, un incendio general: en efecto, los políticos y las huestes de poder elevan el libro a la categoría de bruja y descubren su facultad emancipadora, le atribuyen el caráter de alimentador de la resistencia y lo condenan a la hoguera. Para salvarlo, Bradbury crea sectas secretas, como deben ser todas las sectas, y entonces Juan recita de memoria a Sócrates, Pedro a Platón, Santiago a Esquilo, de tal manera que, La Comunidad, Es La biblioteca compuesta de hombreslibro.

Borges, Eco y Bradbury insinúan otras metáforas. La más importante es que no hay biblioteca sin bibliotecario. En algún anaquel de algún exágono, dice Borges, debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás. Algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. El hombre, el imperfecto bibliotecario, es conciencia de ser, guía, mentor, consejero y, sobre todo, baquiano que advierte trampas y peligros, llama la atención sobre la belleza y la fealdad, la imprudencia o el valor, las distancias, las travesías y los caminos. En Eco el bibliotecario se estigmatiza con aire de malignidad pero advierte el riesgo de entrar a algunos exágonos, a ciertas salas, a tomos no prohibidos sino que han menester de condiciones especiales para enajenarse con mayor o menor grado de locura o de aceptación de la locura.

Este mismo bibliotecario se encuentra magistralmente descrito en el palinsesto que de El Guardagujas hace Orlando Mejía Rivera. Para este novelador, el guardagujas es la estación donde el visitante encuentra La Biblioteca tan enorme y vasta que son necesarios trenes con destino a Hölderling, Aristóteles, Homero. O trenes de velocidad regulada que se dirigen a La Montaña Mágica, Los Hermanos Karamazov, El Ser y la Nada. Y entonces el visitante hallará un trenero que anuncie la próxima parada: tren con destino a Cristo se detuvo en Éboli, salida 9,05 g.m.t., muelle seis; autoferro para El Castillo, un cupo, 6 p.m. puerta 20; Ave con destino a Gabriel García Márquez, paradas en William Faulkner, Carlo Levi, Cepeda Samudio. Habrá quien tome una ruta abierta, general, y el tiquetero irá anunciando los puertos de paso: estación Klowsouski, estación Wittgenstein, estación Dickenstein...

Si se piensa en el esterotipo del guardagujas la imagen no podría ser más bella y elocuente: el guía es un hombre, El hombre, de aspecto humilde pero socarrón, vestido a la usanza de los treneros con su uniforme azul de trenero y su infaltable gorra de trenero y su ineluctable lámpara de trenero que muestra el camino de los rieles, hace señales e ilumina la oscuridad: Diógenes otra vez que busca El Hombre para hacerlo su carnal, no su cómplice sino su par.

Este tren, este trenero, van con destino a El Ensayo en un viaje por el infinito número de exágonos de La Biblioteca. Arriba y abajo y en los espejos de los pasillos se verán interminables galerías y anaqueles marcados con signos góticos y lemas en distintas lenguas: latín, francés, inglés, español marginal. Algunos ostentan una x roja, otros negra, otros un signo de interrogación, los menos de admiración. A Jorge Luis Borges se le olvidó decir que la mayor parte de esta esfera descomunal se compone de un infinito número de exágonos dedicados al ensayo. Los veremos, dice el guía, con nombres de países que fueron y serán, ciudades, sitios. Anaqueles inmensos con títulos de materias, ciencias, artes, oficios, religiones, dioses, ritos, preces, héroes, villanos, taumaturgos, demiurgos, tratados, análisis, comentarios, estudios, glosas, memorias, escolios, síntesis, planteamientos, anotaciones a Schopenhauer, a Kierkegaard, a... Ensayos prohibidos. Ensayos equívocos. Escritos para demostrar la tautología El hombre es dios dios es el hombre, el imperfecto bibliotecario, el único habitante de La Biblioteca. ¿Cuál es el interés? ¿Qué se necesita? pregunta el guía. Ésta es la sala de El Ensayo sobre El Ensayo. Aquí están todas las respuestas. Veamos un ejemplar: "El Ensayo o la necesidad de convencer", tomo 3,1416, página 1533: la ilustra un personaje de negro bigote, calva redonda y brillante. Viste una casaca de lana gruesa que termina en cuello de golas a la usanza de El Renacimiento. Hay en sus ojos un signo de interrogación. Los labios delgados dibujan una eterna mueca de duda, un torcido mohín displicente. Título primero, ESSAYS: "... en enciclopedias y universidades se dice que El Ensayo fue creado por Miguel de Montaigne pero antes del francés ¿no se escribían tratados? ¿Cómo sabemos hoy de Plutarco, Hesíodo y Suetonio? ¿Quiénes inventaron La Historia? ¿Y de qué manera se expresaron los latinos sino mediante las juiciosas disquisiciones alrededor de la gramática? ¿Y cuál es la voz de La Ciencia, La Economía, La Filosofía, La Historia? ¿Y La Oratoria? ¿Qué hay de las filípicas y las catilinarias?

La Oratoria fue la herramienta para expresar y debatir ideas. Los fundamentalismos políticos y religiosos, el analfabetismo y la carencia de libros hicieron de La Oratoria el método más expeditivo para la difusión y el convencimiento de las doctrinas. Los modelos oratorios enseñaron un método, prescribieron un entramado, propusieron un contacto enriquecedor y novedoso con otras civilizaciones y sobre todo aportaron el ingrediente vital que caracteriza El Ensayo como género independiente en la literatura: la tesis personal. Montaigne entendió que su propio juicio fundamentado en la ciencia y la información podría ser válido y aportar la luz de su inteligencia a los problemas que plantea la razón humana. Así, en su proyecto, El Ensayo obedece a la necesidad de dialogar y en este sentido es la manifestación de la más alta lucidez.

La vocación por El Ensayo es innata en el hombre. En sus escritos Montaigne anhelaba la felicidad y no la sabiduría, la formación de juicio y no el frío depósito de conocimientos. Aspiraba a enseñar y moralizar y a conocer causas y resultados estableciendo ejemplos que pudieran servir de parámetros para juzgar, prevenir, concluír. La necesidad de dialogar (o charlar) resume en el hombre la urgencia del otro, la certeza de no saberse solo en este planeta. No es cuestión de apareamiento, ternura o comunicación. Ante la duda, la pregunta o la vacilación, la respuesta es el diálogo. Si comparto lo que sé, me doy cuenta de lo que no sé. En la charla descubro el placer de tener la razón para afirmar mi yo y alimentar mi ego. El adagio que dice "pena compartida es media pena" traduce la necesidad de contarle al otro mis razones para que esté de acuerdo conmigo compartiendo mi pena y puedo hacer un modelo estereoscópico que me permite verla en su totalidad y desde otros ángulos. En principio un problema se aprehende mejor, se entiende mejor, si lo discuto. Esta afirmación supone El Ensayo como la discusión con uno mismo que fija un lindero entre la razón y la pasión, el conocimiento y la ignorancia. Implica urgencia de saber, posibilidad de compartir, necesidad de confrontar, obligación de persuadir. En otros términos El Ensayo es la expresión del sentido lógico o del sentido común. Necesita de un orden para la presentación de las ideas, de una jerarquización de las ideas. El mejor ensayista no es el que escribe más bonito sino el que convence y para convencer son obligatorias la claridad y la precisión. En El Ensayo subyace un procedimiento matemático que se alimenta de la lógica. Por ello es la herramienta primaria de científicos y humanistas, su vehículo de escritura. Se puede afirmar que sin El Ensayo no serían posibles La Historia, La Filosofía, La Linguística, La Ciencia, La Economía. En manos de fundamentalistas y fanáticos es el arma más poderosa para difundir credos políticos, religiosos, filosóficos.

En el nivel histórico El Ensayo es el espejo de una cultura, nos dice del debe y el haber en el banco del conocimiento, las cualidades académicas y universales del saber, la extensión de su alfabetismo y profundidad y práctica de sus valores. Si la novela es un modelo de la sociedad El Ensayo lo es de su academia, del carácter de su escuela y, sobre todo, de la índole social y ética del hombre..."

Llegados a este punto de la visita el guía se ve fatigado. Duerme de pie en el cubículo del sexto lado en el exágono. Esa página nos ha dejado con más preguntas que respuestas, menos certezas que dudas, mayor pasión que razón. El trenero despierta, bosteza, levanta su lámpara, ilumina el camino. Hemos de pasar, exágono tras exágono, examinar a ojo filas inteminables de libros, en lenguas tan extrañas como inverosímiles, que nos dicen poco. Hay ejemplares cuyo número de catálogo copa todos los folios y el final solo contiene un párrafo, una línea. Se escoge, también al azar, un texto grande, con letras doradas. Su signatura topográfica es la cifra del siglo, 36525. Abrimos la página 1943: "... El Ensayo es el desarrollo de un ideario personal. La confrontación de una tesis, o teoría, o planteamiento, o juicio o simplemente certeza. En ese sentido un analfabeta puede "escribir" ensayo si se atiene a su propio método de explicación y convencimiento pues toda persona tiene convicciones. Puede equivocarse por la circunstancia del entorno aunque su acierto podrá estimarse según un procedimiento lógico para encadenar argumentos, sentencia que lleva a otra, corolario de corolarios, singular e irrecusable: El Ensayo no necesita de método. El método es el tema, el ensayista, pues el estilo es el hombre, dijeron los latinos. Dicho de otro modo El Ensayo es un examen, autoevaluación, autopregunta alrededor de un tema. Esa prueba de poder consigo mismo tendría alguna exégesis freudiana: si hay "conciencia de ser en el mundo" con el primer recuerdo, hay identidad si me descubro como ser pensante. Cogito ergo sum, dijo Descartes pero más que tener pensamientos es registrarse pensando en el otro y pensado por el otro para estar de acuerdo o en desacuerdo conmigo o con el otro. El Ensayo es una forma de "discusión autoafirmativa" que se vale de un conocimiento basado en la experiencia, de una búsqueda de lo que saben los otros lo cual explica por qué El Ensayo no necesita de muletas, citas textuales y autores. Lo que sé de los demás es ya aplicación, saber interiorizado que me enriquece con nuevos rasgos de identidad. Uno es la suma de todo lo que lee y por tanto es absurdo buscar en mis escritos los rostros que me imprimieron las lecturas.

Si se mira por la ventana de la semántica Ensayo es igual a experimento. La larga lista de sinónimos es gráfica y efectiva: reconocimiento, examen, probadura, probatura, catadura, prueba, sondeo, tentativa, averiguación, tanteo, experimento, análisis, experiencia, es decir, tratado como género literario El Ensayo es experimento y así se pueden escribir experimentos sobre dios, el ser, la patria, la poesía. Por lo tanto El Ensayo es la suma de erudición más sabiduría más equilibrio entre razón y pasión. Desde el punto de vista de la persona es un acto de resistencia a todo tipo de opresión académica, al ejercicio de poder de las ortodoxias, a los actos de intimidación sobre la mente. Es la expresión de libertad que afirma lo que soy. No está sujeto a normas, métodos, fórmulas. No es publicable. No es presentable. No es discutible. La intrascendencia es su ruina si público y equívoco. Si certero su consulta permanente será como la lámpara de Diógenes que ilumina el camino buscando El hombre.

El Ensayo exige del ensayista una larga visita a La Biblioteca. En realidad nadie debería escribir ensayo antes de los cincuenta años promedio suficiente y eficaz para no equivocarse, explorar o conocer o aprehender lo necesario y ser más razón que pasión. Si se entiende El Ensayo como un proceso de asociación de conocimientos se entiende mejor que la estadía en La Biblioteca es también un proceso de purificación: La Biblioteca es templo, refugio, ermita, lugar de peregrinación y culto. Sapere audo, dijo el filósofo escolástico. No hay conocimiento sin conciencia, el conocimiento es el lugar de la conciencia donde El Hombre Es, sabe que Es, absorbe identidad, se reconoce. Así, la más perfecta traducción del lema latino sería, no atreverse a saber, sino saber para atreverse a ser, saber para ser. Luego, si se hacen las trasferencias de sentido El Ensayo es ese lugar del conocimiento —o de la conciencia— donde el hombre, El bibliotecario Es. Soy si sé y soy mejor si escribo lo que sé y aporto al edificio de la cultura ese grato e ingrato experimento que es mi saber sobre el alma, mi criterio sobre la paz, mi idea sobre La Historia...

El ejercicio de saber para ser no es eficiente si en el saber no existe el otro, si la conciencia no percibe al otro. Es un conocimiento imperfecto, incompleto, que fractura y descompensa la identidad. Yo no soy sin el otro: esse est percibit, soy si soy percibido, soy si percibo al otro como mi par, como el igual que hace equilibrio en el saber. Mi saber no existe si no se da en el otro, para el otro y por el otro. Todo conocimiento genera conocimiento luego El Ensayo Es el lugar de encuentro con el otro, un punto en La Biblioteca para ser con el otro y compartir y crear identidad, conciencia, más razón que pasión, más diálogo que discurso, más búsquedas que encuentros..."

El trenero tose, retira las gafas del pequeño sillín de la nariz, fija en nosotros su miope mirada, limpia los lentes con un viejo y sucio pañuelo. Su lectura ha adquirido el tono de vaticano dogma, solemne, enfático y autoritario. Estamos ahora en un exágono oscuro. Los largos anaqueles muestran los lomos negros de libros que nos dan miedo. En su ficción Borges advierte que La Biblioteca es ilusoria pues se repite al infinito por medio de espejos convenientemente dispuestos. Ergo, si La Biblioteca es la suma del conocimiento el conocimiento es ilusorio. Y la conciencia. Y la misma existencia del hombre. El guía se trae alguna treta entre manos. Sonríe desde el extremo de un pasillo que lo retrata y proyecta más y más al fondo, más y más arriba y abajo del laberinto. Algún visitante nota que los libros tienen una pequeña letra sobre la signatura. Tal letra no sigue la armonía albabética y, en el aparente desorden, se forman palabras: cristal, todo, nada, mundo. Alguno más toma apuntes y su grito, herético en el silencio místico de La Biblioteca, repica y retruena como una profanación: ¡Eureka!. Y explica: uniendo letras se forman palabras, uniendo palabras se forman frases, uniendo frases se forman mensajes. Encontramos viejos versos olvidados por el hombre que, dice el guardagujas, guiarán nuestros pasos futuros en "este portal". Las letras y las frases puestas unas al lado de las otras, como cuentas de rosario, dicen: "En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira. Todo es según el color del cristal conque se mira". Descubiertas las claves los visitantes juegan al encuentro de sentencias: La Historia es la concubina del poder. La teología es el fundamento de todos los fascismos. Las religión es el fraude místico de los políticos. Los cielos de todos los dioses están llenos de sordos, mancos, ciegos, pervertidos, ladrones, y traidores. El guía alcanza uno de los tomos de la palabra dioses. Lee: "...En la ficción de Borges La Biblioteca es el universo, o dios, o El hombre. Las mutaciones del libro y La Biblioteca habrían motivado otra metáfora pues la tecnología hizo posible que en La de Babel, los exágonos y anaqueles infinitos, se volvieran finitos en el campo pequeñísimo de un compacto, un disco duro, o la red aunque es probable que la visión borgiana solo cambie en la forma. Papini en cambio, que no conoció la pecé, sí sospechó la posibilidad de esa mutación: Gog, su personaje central, recibe en su oficina a un loco con una propuesta "absurda": grabar las obras maestras de la literatura universal para preservarlas de una posible conflagración en "discos de acero" convenientemente guardados. El problema consistía, en el tiempo de Papini, en la cuidadosa y necesaria selección: ¿Qué obras, qué autores debían ser calificados o eliminados?

Ahora bien: si en la intuición de Eco La Biblioteca es locura y en Borges es confusión, como en la torre bíblica ¿cuál sería la metáfora de la biblioteca virtual? ¿Y cuáles los efectos en la educación, el hombre, el futuro...? Es verdad de perogrullo que un cambio en la escritura significó una revolución en todos los órdenes. El conocimiento era privativo de quienes tenían La Biblioteca y accedieron al título de sabios que más tarde se transformaron simplemente en eruditos. El maestro de escuela fue siempre un intermediario entre los libros y los alumnos; era o debió ser, El Guardagujas que iluminaba el camino del conocimiento y por ese poder los "guió" por caminos no recomendables. El mejor guía fue quien abrió de par en par las puertas de La Biblioteca sin preguntar qué aprendieron los visitantes pues, entre otras cosas, jamás volvió a encontrarlos. La Aldea global será entonces de quien tenga la pecé así como en el pasado lo fue de los habitantes de La Biblioteca. La imagen de El Guardagujas que propone Mejía Rivera tiene aquí todo su esplendor: nadie mejor capacitado para la guianza a través del laberinto ciberespacial que el maestro capaz de abrir sus puertas a un lector nuevo. Esta mutación del libro en pecé, internet y ciberespacio trae otra no menos interesante y perturbadora: los géneros literarios son promiscuos, no hay linderos ciertos entre ensayo y novela, poesía y cuento, teatro e historia y entonces derivamos hacia una literatura de no texto, no autor, no fama, no gloria. Cuento, novela, poesía, dramaturgia, ensayo vienen a ser creaciones del inconsciente global, no serán de nadie a no ser que superen las dos dimensiones —largo y ancho— pues las otras artes, vale decir, escultura, arquitectura aún podrían conservar su identidad.

A esta altura de la peregrinación, el trenero se ve fatigado. Nos anuncia una última parada. Nos sitúa frente a un portalón grande, abierto de par en par. Desde afuera se notan cubículos dispuestos con tintas, papeles, plumas, lápices, bolígrafos. Arriba, en el curvo dintel, está escrito un lema en letras doradas: "Ésta es la ciudad de los que nunca regresan. !Penitenciágite¡" El guardagujas nos conduce a los cubículos. En uno, iluminado desde arriba por una lámpara imposible, hay un libro abierto en la primera página. Lee: "...Los diez mandamientos de la santa madre escritura". En la siguiente el texto es el que sigue: "...los lingüistas acuñaron una verdad conocida hoy por la Comunidad Científica Internacional: en el conocimiento existen dos saberes: un saber intuitivo, espontáneo, transmitido por el uso oral de generación en generación. Así, un niño practica categorías gramaticales, por ejemplo, ubicación, uso, necesidad aunque no sepa las razones o las definiciones. Un hablante analfabeta utiliza verbos, sustantivos, adjetivos, adverbios pero si se le preguntara qué es un apósito quedaría tan pasmado como si viera un físico demonio. Y hay también un conocimiento de especialización, reflexivo, buscado, transmitido en las escuelas y guardado en las academias. De esta manera, el aprendiente busca orígenes, variables, usos que explican el quehacer de categorías gramaticales, funciones de la lengua, etimologías de las palabras...

Este acuño implica algunas observaciones interesantes:

Un analfabeta podría escribir ensayos magistrales. O un científico puede ser un analfabeta. Podría escribir obras maestras siempre y cuando practique el dicho popular: "Zapatero a tus zapatos" es decir, un químico jamás lograría redactar una obra maestra sobre La Historia de Egipto, por ejemplo, a no ser por la combinación de ambas disciplinas lo cual es solo probable. O al contrario, un historiador podría escribir una buena obra sobre La Historia de La Química en Egipto si combina las dos disciplinas lo cual es solo probable.

Esta disgresión permite formular, taxativamente, algunos mandamientos de El Ensayo que evitarían pecados graves y faltas leves cuando se trata de enfrentar la "pesadilla", para algunos, de la hoja en blanco.

1. Solo se habla de lo que se sabe, se escribe como se habla luego se escribe de lo que se sabe.

2. Todo saber implica un orden, un proceso, un descubrimiento, un curso, luego todo escrito implica un orden, un proceso, un curso. En la "obralización" se dan claramente tres fases:

  • La apropiación del tema mediante el raciocinio, la lectura, la charla.
  • La exteriorización del tema por el discurso bien sea interior, de auditorio, de café.
  • La transferencia del saber por medio de la escritura.

Todo hablante es un escritor en potencia pero el saber no se transfiere. La dificultad para expresar una idea nos dice que o no estamos seguros del saber previo o nos falta un orden. En este caso es necesario repensar, hablar con uno mismo, la almohada, un amigo, la esposa, la novia...

3. Es necesario un plan de trabajo, anotar las ideas principales y secundarias y desarrollar ese ideario, primero expositivamente (aunque sea frente al espejo) y luego por escrito. En el proceso de apropiación de una lengua, y por lo tanto de un saber, son antes la oralidad que la escritura, el discurso que el libro.

4. No temer equivocarse. Errar es humano y se aprende más del error que del acierto. Reconocer el error nos hace mejores frente a nosotros mismos. Y los errores más frecuentes podrían ser:

  • Las repeticiones.
  • Las terminaciones adverbiales rimadas, especialmente en mente.
  • Las muletillas.
  • Las expresiones idiomáticas y las frases del filósofo cajón.
  • La pérdida de la lógica gramatical como en el hipérbaton.
  • Las palabras ómnibus.

5. Escribir bien significa leer mucho, escribir más, corregir, corregir, corregir. Detrás de la maestría de un autor hay veinte o treinta correctores anónimos que se encargan de los minuta pecata del "maestro".

6. No hay qué preocuparse por el estilo. El estilo es uno mismo. Uno es la suma de lo que lee, vive, sabe, busca, interpreta...

7. Las normas ICONTEC son de rigurosa observancia, constituyen un manual internacional de cortesía obligatorias solo cuando El Ensayo tiene por destino la academia, el profesor, una institución calificadora. Un trabajo malo seguirá siendo malo bajo la apariencia elegante del ropaje. Otro excelente puede ser de mal recibo o causarnos repulsión por la razón contraria.

8. Hay qué cuidarse de los adjetivos: son las más traicioneras de las palabras, no siempre aplican la virtud que deseamos, se vuelven melosas, nos hacen caer en la trampa de las rimas interiores.

9. Darse tiempo. "No escribas hoy lo que debes presentar mañana". Errores, aciertos y correcciones probables solo se ven en perspectiva. La escritura es un espejo donde cada cual se mira: más bonito, más interesante, más alto... Una simple mirada no atiende a la verruga de la nariz, al tamaño de las orejas, al amarillo de los dientes, a la forma rechoncha y baja del cuerpo.

10. Es bueno y saludable registrar la obra antes de someterla al juicio de extraños o conocidos. Si es auténtica y costó esfuerzos y sacrificios y el autor se siente orgulloso de ella como de un hijo, puede mostrarla, hacerla pública pero en última instancia no escribir para publicar, la universidad, la materia o el profesor: la ley dorada es escribir para uno mismo no importa lo que piensen los demás..."

Levanto los ojos del papel. El guardagujas se ha vuelto invisible. Miro alrededor y descubro que estoy solo en la inmensidad de La Biblioteca. Como dios.

 

   
             
          © Adalberto Agudelo Duque Datos sobre el autor   foro de opinión
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